La iluminación espiritual

Por la revolución pacifica

VAMOS POR LA PAZ

Una de las acusaciones más frecuentes que recaen sobre quienes defendemos el pacifismo revolucionario por razones espirituales, filosóficas, ecológicas o de cualquier otro tipo es la que hace referencia a la lentitud del proceso, como si miles de años de opresiones de diferentes tipos sin que haya triunfado una verdadera revolución no fueran suficientes para mostrar la debilidad de tal argumento.

Hoy día la palabra revolución casi no tiene predicamento en el mundo occidental. Oímos hablar de Revolución Bolivariana, por ejemplo, y en el fondo de nuestro corazón no podemos evitar una cierta inquietud por sus resultados, entre otras cosas por la amenaza permanente del imperialismo y por esa propensión al caudillismo que se da en los países latinos y que tan malos resultados arrojó siempre. Aparte de esto está la cuestión de la experiencia desastrosa del llamado socialismo real. De no haber conocido lo sucedido en Rusia o en China, tal vez no nos embargaría esa inquietud, que viene a ser una mezcla difícil de separar entre diversas emociones: deseo de que al fin sea posible una sociedad justa en alguna parte, desconfianza por las malas experiencias, y miedo a que otras revoluciones que partan de los mismos planteamientos sean cercenadas violentamente por la guadaña del gran capital, sabedores de que una revolución fracasada significa un enorme hándicap no solamente en el lugar donde esto ocurre, sino en el más intangible de la conciencia mundial. Como sucedió a tantas otras palabras esenciales como amor, o verdad, su uso inadecuado, impropio, interesado o desafortunado final terminó por hacerlas sospechosas. Así ha sucedido con la palabra revolución. Pero esto debe cambiar.

La palabra revolución, invita a la acción para alcanzar mundos mejores y al sacrificio por verlos realizados; mundos donde la villanía, la injusticia, los abusos de poder, el egoísmo, la explotación o la esclavitud de cualquier tipo, la mentira y todas las demás lacras que conocemos o soportamos, sean eliminadas de la faz de la tierra. Pero la revolución ha sido acotada en todas partes, marcados lindes de los que no es posible salir sin sufrir las consecuencias; apropiada por minorías y expropiada a las mayorías, manipulada, relativizada, nacionalizada y desvirtuada hasta que dejó de ser sueño y se convirtió en pesadilla para los muchos y en sitial de poder para otros, los pocos. Y esta experiencia histórica pesa como una rueda de molino en el alma colectiva.

¿Por qué no ha cuajado hasta hoy la idea tan deseada de una verdadera revolución? Creo adivinar que por escasez de verdaderos revolucionarios. Y cuando digo escasez de revolucionarios no me refiero a que falten personas con muchos conocimientos intelectuales o gentes dispuestas a sacrificarse por la Causa. Pero estos son minorías. Y de estas minorías habría que excluir a los fanáticos carentes de sensibilidad social, a los oportunistas, a los violentos, y a los que aspiran al sillón del zar, en decir metafórico, porque la experiencia histórica nos ha mostrado que todos ellos son los peores enemigos de los procesos revolucionarios. La experiencia histórica nos ha mostrado que los conocimientos intelectuales de los dirigentes no garantizan nada; que las buenas intenciones no aseguran nada y que los malos sujetos de corazón violento y con el disco duro repleto de consignas solo son capaces de fabricar nuevas prisiones y buscar nuevas víctimas.

Naturalmente, las miserias personales y los actos crueles de personajes supuestamente revolucionarios son muy bien aprovechas por los enemigos de la justicia, la igualdad, la verdad, el amor, y de cualquiera de los sentimientos decentes que deben regir a la humanidad. Les son muy útiles a los enemigos de la verdadera vida que dirigen este mundo para justificar sus agresiones a los movimientos revolucionarios y sus persecuciones a toda forma de pensar que pueda inducir a poner en cuestión el orden mundial del capitalismo aliado con la Iglesia, basados ambos en los principios del ata, separa y domina, -que son valores demoníacos,- bajo la apariencia de un orden legal, y hasta vendido como sagrado, pero siempre ilegítimo desde el punto de vista de las legitimidades de la conciencia.

Pese a esto, los enemigos de la revolución consiguen la pasividad de las mayorías, pues actúan a diario sobre las mentes de las multitudes a través de sus poderosos medios de conformación ideológica, mal llamados medios de comunicación social. Y si alguien se resiste a dejarse seducir, están los medios de represión laboral, religiosa y política o simplemente el exilio interior. En cualquier caso, los pueblos carecen de fuerza en estas circunstancias y no es fácil hablarles de revolución en los países ricos. Y en los más pobres, los caciques y gobiernos hacen con verdadero interés ese trabajo del ata, separa y domina por propia iniciativa o por la presión del imperialismo y de sus bombarderos, como todos sabemos.

Muchos hemos soñado y seguimos soñando con cambiar el mundo, pero si queremos hacerlo no cabe duda que para que tal cosa sea posible es preciso cambiar las bases que hasta hoy nos han conducido al fracaso y que residen en el interior de nuestra conciencia. El fanatismo, la violencia, la coerción social, laboral, cultural, o artística, el deseo de poder, el educar en la sumisión y el adoctrinamiento, son lacras contrarrevolucionarias qué duda cabe. Pero eliminar tales lacras no es posible con un programa socialista, comunista, o de cualquier otro de los ensayados hasta hoy, porque estos programas se fundan en la idea de que el control de los medios de producción y del Estado por minorías y caudillos carismáticos pueden cambiar la condición humana y hacer felices a sus pueblos mediante un mejor reparto de la riqueza y una mayor participación en ciertas áreas del poder. Imaginemos por un momento que este tipo de revolución triunfara. ¿Alguien cree de veras que esto cambia la condición humana? En el mejor de los casos, contribuye en cierta medida a la justicia social y económica, pero eso es algo puramente externo que no cambia la condición humana, sino que tan solo suaviza las condiciones materiales de vida. ¿Dejaría por ello el ser humano de ser egocéntrico, de ambicionar poder sobre otros, o de ser orgulloso, vanidoso, envidioso, ambicioso y otros osos de esa índole?

Los casos emblemáticos de Rusia y China muestran con gran dramatismo lo que acabo de señalar, dado el ingente número de muertos y los enormes sacrificios que tuvieron que hacer los que sobrevivieron a las guerras y después a las purgas de sus dirigentes. ¿Para qué?... Para volver a lo peor del capitalismo sin que haya habido ninguna repulsa popular a gran escala. Eso habla por sí solo acerca del poco calado que tuvo la ideología comunista en manos de unos dirigentes carentes de virtudes revolucionarias. Ellos favorecieron la aparición del capitalismo y han descubierto que -a ellos en particular y a sus amigos- les va muy bien este sistema con sus corrupciones mafiosas, sus manipulaciones ideológicas, sus falsas libertades, su falta de derechos humanos elementales y la explotación obrera a escalas gigantescas.

Una revolución de nuevo cuño no es posible hoy sin tener en cuenta las asignaturas pendientes en la condición humana señaladas más arriba. No es posible sin una revolución espiritual previa de las conciencias que aspiren a otro mundo, sin una revolución individual que aspire a un cambio pacífico del orden existente. Y para ello es preciso que quienes aspiramos a cambiar el mundo cambiemos primero personalmente y vivamos en el día a día los valores que pretendemos revolucionarios. Vivamos con nuestras parejas, nuestros amigos, nuestros compañeros de trabajo y nuestras familias del tipo que sean la igualdad, la libertad, la justicia, la unidad, la fraternidad, y erradiquemos de nuestro interior los defectos que nos impiden llevar a la práctica lo que deseamos ver realizado en nuestras sociedades. ¿Acaso es posible de otro modo? ¿Acaso es posible un mundo nuevo sin hombres y mujeres capaces de encarnarlo?

Creo sinceramente que por muchas manifestaciones que hagamos contra la guerra, si no estamos en paz en nuestro interior, estamos perdiendo el tiempo. Por mucho que gritemos a favor de los derechos de la mujer, si en casa somos unos machistas, estamos perdiendo el tiempo. Por mucho que vociferemos contra las injusticias de los ricos, si aspiramos a ser ricos o preferiríamos serlo, estamos perdiendo el tiempo. Y así podríamos seguir enumerando situaciones. La revolución ha de ser primero interior, pues el enemigo de dentro, que son nuestros defectos contrarrevolucionarios, está más cerca de nosotros que ningún otro enemigo. Y así es como será posible la revolución pacífica. No creo que a estas alturas nadie desee vivir en un país en guerra ni crea que la lucha de clases, de la que se habla tan poco como de revolución, se solucione con las armas. La lucha actual es una lucha de ideas, es una lucha espiritual ante todo, una lucha entre principios, entre la luz y la oscuridad; entre la revolución y la contrarrevolución; entre los partidarios de cambiarse a sí mismos y los que intentan imponer los cambios desde fuera para dirigirnos a su antojo; entre los que aspiran a ser libres y los que se someten. Es preciso elegir el camino interior adecuado para recuperar nuestro poder personal. Recuperar el poder personal, insisto, es una condición previa a todo verdadero proceso revolucionario.

Es encomiable la labor de denuncia del sistema capitalista que se hace en kaosenlared y otros medios alternativos; al igual que son encomiables las protestas de los grupos anti sistema en las cumbres de los gobiernos de los ricos, o las denuncias de los grupos de defensa de los animales, pero todo ello debe tener una continuidad, formar parte de un conjunto coordinado en una labor permanente con miembros capaces de dar ejemplo con su forma de vivir que aquello en lo que creen es posible, sí, que otro mundo es posible y que o cada uno de nosotros es su portador.

Mientras tanto, esto que llamamos mundo, con todas sus construcciones humanas en todos los ámbitos, y que es nuestra obra colectiva, se está yendo a pique, como un barco corroído hasta la bodega. No es el fin del planeta, que sabe muy bien defenderse de tanto desafuero humano, pero sí de esta civilización desquiciada de la que Miguel Delibes dijo tan certeramente en su libro Un mundo que agoniza:Los hombres debemos convencernos de que navegamos en un mismo barco, y todo lo que no sea coordinar esfuerzos será perder el tiempo. Y como afirma Kant, creo que es preciso trabajar con paciencia en esa misma realización, y esperarla.