POR: JIDDU KRISHNAMURTI
La relación con otro ser humano es una de las cosas más importantes de la vida.
La mayoría de nosotros no somos muy serios en nuestras relaciones porque nos interesamos primordialmente en nosotros mismos y en la otra persona cuando nos resulta conveniente, satisfactorio o sensualmente gratificante. Tratamos la relación, por así decir, a distancia y no como algo en lo que estamos metidos de lleno.
Rara es la vez que nos mostramos a otra persona porque no somos plenamente conscientes de nosotros mismos; y lo que le revelamos al otro en la relación es o bien posesivo, dominante o servil. Ahí estamos el otro y yo, dos entes separados, cada cual preocupado consigo mismo, y que durante toda su vida mantienen una división permanente hasta que llega la muerte. Por supuesto que uno da muestras de simpatía, afecto y de ánimo en general, pero el proceso divisorio continúa. De ahí surgen la incompatibilidad, la afirmación de los temperamentos y de los deseos, y en consecuencia hay temor y aplacamiento. Puede que haya unión sexual, pero la relación peculiar, casi estática entre el ‘usted’ y el ‘yo’ se mantiene, con sus peleas, injurias, celos y demás tribulaciones de costumbre. En general todo esto se considera como buena relación.
Ahora bien, ¿puede la bondad florecer en medio de todo esto? La relación es vida; no se puede existir sin alguna clase de relación. Por más que puedan apartarse del mundo, el ermitaño y el monje llevan el mundo consigo. Podrán negarlo, reprimirlo, torturarse a sí mismos, pero siguen manteniendo alguna clase de relación con el mundo porque son el resultado de la tradición, la superstición y de todo el saber que el hombre ha acumulado durante milenios. De manera que no hay escapatoria de todo esto.
El educador y el estudiante están relacionados. ¿Mantiene el maestro, ya sea consciente o inconscientemente, una actitud de superioridad, siempre subido en un pedestal, haciéndole sentir al estudiante que es inferior y que tiene que ser instruido? Es obvio que en eso no hay relación alguna. De ahí surge el temor por parte del estudiante, una sensación de presión y tensión. El estudiante aprende desde su juventud acerca de esta actitud de superioridad. Se le hace sentir menospreciado y, en consecuencia, a lo largo de su vida o bien se convierte en el agresor o es continuamente acomodadizo y servil.
Una escuela es un lugar de ocio donde tanto el educador como el educando están aprendiendo. Éste es el hecho fundamental de la escuela: aprender. Por ocio no entendemos tener tiempo para uno mismo, aunque eso también es necesario; no significa tomar un libro, sentarse bajo un árbol o en el dormitorio y leer distraídamente. No significa tener placidez mental. Y desde luego no significa estar inactivo o emplear el tiempo para soñar despierto. Ocio se refiere a la cualidad de una mente que no está constantemente ocupada con algo, con un problema, con algún deleite, con algún placer sensorial. Ocio quiere decir que la mente dispone de infinidad de tiempo para observar, para escuchar y ver claramente lo que ocurre tanto alrededor como dentro de sí. Implica libertad, la cual generalmente se interpreta como hacer lo que uno quiera, que es lo que de todos modos están haciendo los seres humanos, ocasionando muchísimo daño, desdicha y confusión. El ocio supone tener una mente quieta, sin motivo y, por lo tanto, sin dirección.
Únicamente en este estado de ocio puede la mente aprender, no solo ciencia, historia y matemáticas, sino también acerca de sí misma. Y uno puede aprender sobre sí mismo en la relación. ¿Puede todo esto enseñarse en nuestras escuelas o es algo acerca de lo que ustedes leen y o bien memorizan u olvidan? Cuando el maestro y el alumno están realmente comprometidos con la comprensión de la extraordinaria importancia de la relación, entonces están estableciendo en la escuela una buena relación entre sí. Esto forma parte de la educación, una parte mucho más importante que la mera enseñanza de asignaturas académicas. La relación requiere una gran dosis de inteligencia. Ésta no puede enseñarse ni adquirirse de un libro.
No es el resultado cumulativo de una amplia experiencia. El conocimiento no es inteligencia. El conocimiento puede ser agudo, brillante y utilitario, pero eso no es inteligencia. La inteligencia puede hacer uso del conocimiento. La inteligencia adviene de forma natural y con facilidad cuando se ve toda la naturaleza y estructura de la relación. Por eso es importante disponer de ocio para que el hombre o la mujer, el profesor o el estudiante puedan conversar tranquila y seriamente sobre su relación, de manera que se vean sus reacciones, susceptibilidades y barreras tal como son, sin imaginarlas ni tergiversarlas para complacerse mutuamente, ni reprimirlas con el fin de aplacarse el uno al otro. Ésta es, desde luego, la función de una escuela: ayudar al estudiante a despertar su inteligencia y a aprender la gran importancia de la verdadera relación.
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