La iluminación espiritual

No existe la verdadera muerte

POR: CARL GUSTAV JUNG

Imagen; No existe la verdadera muerte; Carl Gustav Jung

La Muerte

Por error, a los cambios se les llama destrucción, se les llama muerte.

TODO VUELVE A EMPEZAR, nada se crea, nada desaparece, nadie deja de existir, todo se transforma.

Aun una flor, cuando desaparece de nuestra vista, se transforma en otro lugar y tiempo en otra cosa igualmente bella. Quizás en un destello de luz multicolor, en la sonrisa de un niño, en una mirada de amor puro y sincero, pero su esencia verdadera nunca desaparece. Solamente se destruyen las formas que algún día comenzaron. Los cuerpos y las formas son piruetas de la materia y la materia carece de sustancia. Si algo o alguien en el Universo muriese o dejara de existir en realidad, Dios perdería una parte, dado que todo está hecho de Dios. Pero además sería un absurdo, porque Dios no tiene partes.

AQUELLO QUE REALMENTE SOMOS NO TUVO PRINCIPIO NI TENDRÁ FIN

Pero nacer a la forma sí es una sentencia de muerte para esa forma o compuesto.

TODO LO COMPUESTO SE DISGREGARÁ EN LAS PARTES QUE LO CONSTITUÍAN

Todos son cambios: la muerte es el taller donde la Naturaleza elabora una nueva vida. Antes de nuestro nacimiento ya éramos y después de la muerte seguiremos siendo. No obstante, la forma de nuestro cuerpo, la personalidad, el pequeño yo, como en verdad tuvieron nacimiento, en verdad tendrán muerte. No es de sabios apegarse a lo que pronto se desmoronará. Nadie puede rastrear el origen primigenio de una vida, porque la vida nunca comenzó y nunca terminará.

Carl Gustav Jung, sobre la vida después de la muerte

Carl Gustav Jung

Lo que voy a explicarle a ustedes del más allá y sobre la vida después de la muerte, todo son recuerdos. Son imágenes e ideas que yo he vivido y que me han inquietado. En cierto aspecto forman la base de mis obras, pues éstas en el fondo no son sino renovados intentos de dar respuesta a la interdependencia entre este mundo y el otro mundo.

Una vez regresaba de Bollingen a casa. Era en la época de la segunda guerra mundial. Llevaba un libro conmigo, pero no podía leer, pues en el instante en que el tren se puso en movimiento se me presentó la imagen de una persona ahogándose. Era el recuerdo de una desgracia ocurrida durante el servicio militar. En todo el viaje no pude librarme de esta imagen. Esto me inquietó y pensé: ¿Qué ha sucedido? ¿Ha sucedido alguna desgracia?

En Erlenbach me apeé y fui hacia casa preocupado todavía por este recuerdo. En el jardín correteaban los niños de mi segunda hija. Vivía con su familia con nosotros, después de que, a causa de la guerra, tuvieron que regresar de París a Suiza. Todos me miraron con extrañeza y yo pregunté: ¿Qué ha pasado? Me contaron que Adrián, entonces el hijo menor, había caído al agua en el embarcadero y como no sabía nadar, por poco se ahoga.

El hermano mayor le había salvado. Esto tuvo lugar exactamente en el momento en que yo en el tren fui invadido por mis recuerdos. Así, pues, mi inconsciente me había dado una advertencia. ¿Por qué, pues, no puede también darme información sobre otras cosas? Algo parecido experimenté ante un caso de defunción de un familiar de mi mujer. Entonces soñé que la cama de mi mujer era una profunda fosa con muros tapiados. Era una tumba y recordaba algo antiguo. Entonces oí un profundo suspiro, como cuando alguien expira.

Una figura que se parecía a mi mujer se incorporó en la tumba y surcó los aires. Llevaba una túnica blanca en que había bordados extraños signos negros. Me desperté, desperté a mi mujer y miré la hora. Eran las tres de la mañana. El sueño había sido tan extraño que pensé inmediatamente en que pudiera anunciar una defunción. ¡A las siete llegó la noticia de que una prima de mi mujer había muerto a las tres de la mañana!

Con frecuencia no se trata solo de una advertencia, sino también de una previsión. Así, tuve una vez un sueño en el cual me encontraba yo en un garden party. Divisé a mi hermana, lo que me extrañó mucho, pues había muerto hacía ya varios años. También estaba presente un amigo mío que había muerto. Los demás eran conocidos que vivían todavía.

Mi hermana se encontraba en compañía de una dama muy conocida mía y ya en el sueño concluí que esta última se encontraba evidentemente amenazada de muerte. Ya está marcada, pensé. En el sueño sabía quién era la dama y que vivía en Basilea. Apenas me desperté no pude recordar, pese a mis esfuerzos, de quién se trataba, a pesar de que en el sueño la veía aún. Repasé mentalmente a todos mis conocidos de Basilea y presté atención por si descubría quién era. ¡Nada!

Una semana más tarde recibí la noticia de la defunción de una amiga. Lo supe inmediatamente: era a ella a quien había visto yo en sueños y no había logrado recordar. Poseía un recuerdo vivo de muchas de sus peculiaridades, pues había sido durante mucho tiempo mi paciente, hasta el año anterior a su muerte. Sin embargo, cuando había intentado recordar todos mis conocidos de Basilea no caí en ella, pese a que con toda probabilidad hubiera debido ser una de las primeras que recordase.

No fueron solo mis propios sueños, sino también a veces los de otros, los que me formaron en la creencia sobre una vida posterior a la muerte, me la hicieron revisar o me la confirmaron. Fue de especial significado para mí el sueño que tuvo una muchacha de dieciséis años, dos meses antes de su muerte: llegaba al otro mundo. Allí había un aula en la que estaban sentadas, en los primeros bancos, sus amigas muertas. Reinaba expectación general. Buscó con la mirada el maestro o encargado de la clase, pero no halló a nadie. Se le indicó que ella misma era la encargada, pues todos los muertos inmediatamente después de morir debían entregar un informe sobre todas sus experiencias de la vida. Los muertos se interesaban sobremanera por las experiencias aportadas por los fallecidos y si los sucesos decisivos eran hechos o evoluciones en la vida terrena.

En todo caso, el sueño despertaba una desacostumbrada atención que difícilmente se hallaría en la tierra. Nos interesamos apasionadamente por el resultado final psicológico de una vida humana, que en ningún caso —según nuestra postura— es digno de atención, al igual que la conclusión que de ello pueda extraerse. Sin embargo, si el público se encontraba en un No-tiempo relativo, en el que transcurso, acontecimientos, desarrollo se han convertido en conceptos cuestionables, casi siempre podía sentir interés justamente por lo que en su estado le faltaba. En la época de este año, la difunta tenía miedo de su muerte y quería apartar cuanto antes esta posibilidad de su consciencia.

Cuando comencé a ocuparme del inconsciente, las figuras de Elías y Salomé desempeñaron un importante papel. Luego se situaron en segundo plano, aunque volvieron a reaparecer al cabo de unos dos años aproximadamente. Para mi mayor asombro, no habían cambiado en absoluto; hablaban y se comportaban como si entretanto no hubiera sucedido nada en absoluto. Y sin embargo en mi vida habían ocurrido más hechos trascendentes. Hube de comenzar desde el principio, por así decirlo, y exponérselo y explicárselo todo. Esto me asombró mucho entonces. Más tarde comprendí lo que había sucedido: ambos, durante aquel intermedio habían permanecido en el inconsciente y en sí mismos; se podría también decir: inmersos en la intemporalidad. Siguieron sin contacto con el Yo y sus circunstancias cambiantes y por ello ignoraban lo que había sucedido en el mundo de la consciencia. Ya muy pronto tuve la experiencia de que yo debía informar a las figuras del inconsciente, o a los francamente inseparables de él, los espíritus de los descarriados.

La primera vez lo experimenté en una excursión en bicicleta por Italia que realicé en 1911 con un amigo. En nuestro regreso llegamos desde Pavía a Arona, a la parte baja del lago Mayor y pernoctamos allí. Teníamos la intención de recorrer el lago y luego, a través de Tesino seguir hasta Fai-do. Allí queríamos tomar el tren hasta Zurich. Pero en Arona tuve un sueño que echó por tierra nuestros planes. En el sueño me encontré en una reunión de ilustres espíritus de los primeros siglos y tuve una sensación semejante a la que luego experimenté frente a los presentimientos sublimes en mi visión de 1944 y que se encuentran en la piedra negra. La conversación tenía lugar en latín. Un señor con una larga peluca me habló y me planteó una difícil pregunta de cuyo contenido no logré acordarme al despertar. Le comprendí, pero no dominaba suficientemente el idioma para responderle en latín. Esto me avergonzó profundamente, hasta el punto de que la emoción me despertó. Ya en el instante mismo de despertarme recordé el trabajo que entonces realizaba, Wandlungen und Symbole der Libido y tuve tal sentimiento de inferioridad por la pregunta no contestada que tomé inmediatamente el tren hacia casa para dedicarme a este trabajo. Me hubiera resultado imposible proseguir la excursión en bicicleta y sacrificar a ella todavía tres días. Debía trabajar para hallar la respuesta.

Solo posteriormente comprendí el sueño y mi reacción: el señor de la peluca era una especie de espíritu o antepasado muerto que me había planteado su pregunta ¡y yo no supe dar respuesta! Entonces era todavía demasiado pronto, hasta aquí aún no había llegado; pero tuve una vaga sospecha de que a través del trabajo en mi libro respondería a la pregunta. Me había sido planteada en cierto modo por mis antecesores espirituales con la esperanza de que entonces oirían lo que en su época no pudieron experimentar; debía situarse en los siglos siguientes.

Si la pregunta y su respuesta hubieran existido en la eternidad desde siempre, no hubiera habido necesidad de esfuerzo y lo hubieran podido descubrir en cualquier otro siglo. Parece existir en la naturaleza un saber ilimitado que solo puede ser captado por la consciencia bajo circunstancias de tiempo favorables. Sucede, probablemente, como en el alma del individuo: tiene durante muchos años un presentimiento en sí, pero solo lo conoce verdaderamente en cierto momento posterior.

Soñé una vez que visitaba a un amigo que había muerto unos catorce días antes. En su vida no había tenido más que ideología convencional, y permaneció en esta postura irreflexiva. Su vivienda se hallaba en una colina, semejante a la colina de Tülling, junto a Basilea. Allí había un viejo castillo, cuyas murallas rodeaban una plaza con una pequeña iglesia y algunos pequeños edificios. Me recordaba la plaza del castillo de Rapperswil. Era en otoño. Las hojas de los viejos árboles tenían un color dorado y tibios rayos de sol iluminaban el cuadro. Allí estaba sentado frente a una mesa mi amigo con su hija, que había estudiado psicología en Zurich. Yo sabía que ella le explicaba algunas nociones de psicología. Él estaba tan fascinado por lo que ella le decía que me saludó solo con un ligero movimiento de mano, como si quisiera hacerme comprender: ¡No me molestes! El saludo era a la vez una negación.

El sueño me decía que ahora él debía realizar la realidad de su existencia psíquica, de un modo y manera naturalmente ignorados por mí; debía hacer lo que nunca ha bía sido capaz de hacer en vida. Posteriormente, al recordar el sueño, me vinieron a la mente las palabras: Santos anacoretas esparcidos por las montañas… Los anacoretas en la escena final de la segunda parte de Fausto son como una representación de los diversos grados de evolución que se complementan y elevan recíprocamente.

Otra experiencia sobre la evolución del alma después de la muerte la tuve cuando —aproximadamente un año después de la muerte de mi esposa— me desperté de pronto una noche y supe que había estado en su casa, al sur de Francia, en la Provenza y había pasado todo el día con ella. Ella realizaba allí estudios sobre el Santo Grial. Esto me pareció significativo, pues ella había muerto sin haber terminado el trabajo sobre este tema.

La explicación al nivel subjetivo —mi ánima no había terminado todavía el trabajo emprendido por ella— no me dice nada, pues sé que aún no lo he terminado; en cambio, la idea de que mi mujer después de muerta trabajaba todavía en su ulterior evolución espiritual, lo que siempre es dable imaginar, me pareció razonable, y por ello el sueño fue algo tranquilizador para mí.

Una vez estaba despierto por la noche y pensaba en la repentina muerte de un amigo que había sido enterrado el día anterior. Su muerte me preocupaba mucho. De pronto tuve la sensación de que estaba en mi habitación. Me parecía como si estuviera a los pies de la cama y me pidiera que fuera con él. No tuve la sensación de una aparición, sino que se trataba de una imagen de él visual interna, que me la expliqué como una fantasía. Hube de preguntarme: ¿Tengo alguna prueba acerca de que se trata de una fantasía? Si no fuera una fantasía, mi amigo estaría aquí realmente y, en cambio, si yo le creía una fantasía, ¿no sería esto una insolencia? Sin embargo, tampoco disponía de prueba alguna de que se tratara de una aparición, es decir, de que estuviera verdaderamente ante mí. Entonces me dije: ¡Fuera demostraciones! En lugar de explicármelo como una fantasía podía con igual derecho aceptarlo como aparición y siquiera concederle realidad. En el instante en que pensé esto él se fue hacia la puerta y me hizo señas de seguirle. Debía, por así decirlo, cooperar. ¡Pero esto no estaba previsto! Por lo tanto, hube de repetir mi argumentación. Sólo después de ello le seguí en mi fantasía.

Me condujo fuera de la casa, al jardín, a la calle y finalmente a su casa. (En la realidad su casa estaba a una distancia de unos cien metros de la mía.) Entré y me condujo a su despacho. Se subió a un taburete y señaló el segundo de los cinco libros encuadernados en rojo que estaban en el segundo estante superior. Luego la visión desapareció. Yo no conocía su biblioteca y no sabía qué libros poseía. Además, desde abajo no había podido ver el título del libro que me señalaba.

El caso me pareció tan extraño que, a la mañana siguiente, fui a ver a la viuda de mi amigo y le pregunté si me permitía echar una ojeada a la biblioteca del difunto.

Realmente bajo la estantería vista en sueños había un taburete y vi desde abajo los cinco libros encuadernados en rojo. Subí al taburete para poder leer el título. Eran traducciones de las novelas de Emile Zola; el título del segundo volumen decía: El legado de los muertos. El contenido me pareció intrascendente, pero el título guardaba una relación sumamente importante con mi vivencia.

Tuve otra vivencia, que me dio que pensar, la tuve ante la muerte de mi madre. Cuando murió, yo me encontraba en Tesino. Quedé sobrecogido por la noticia, pues su muerte llegó inesperadamente. La noche anterior a su muerte tuve un sueño terrible: me hallaba en un bosque espeso y tenebroso. Había enormes bloques de roca entre imponentes árboles, propios de la selva virgen. Era un paisaje heroico, primitivo. De repente oí un silbido estridente que parecía resonar a través del universo. Las rodillas me temblaban de espanto. Entonces se oyó un ruido en un matorral y saltó un enorme lobo con terribles fauces. Su visión me heló la sangre en las venas. Pasó ante mí como una flecha y yo supe que el cazador salvaje le había ordenado que capturase un hombre. Me desperté con espanto de muerte y al día siguiente recibí la noticia de la muerte de mi madre.

Raramente me ha impresionado tanto un sueño de este tipo, pues, considerado superficialmente, parecía significar que el demonio fue en busca de mi madre. En realidad, sin embargo, el cazador salvaje era el cazador de los bosques que aquella noche, en los días ventosos de enero, cazaba con sus lobos. Era Wotan, el dios de los antepasados alemanes, quien reunía a mi madre con sus antepasados. Sólo por los misioneros cristianos Wotan se convirtió en el diablo. En sí mismo es un dios importante —un Mercurio o Hermes, como supieron muy bien los romanos; un espíritu de la naturaleza que surgió nuevamente en la leyenda del Grial en Merlin y, como Spiritus Mercurialis, se convirtió en el arcano buscado por los alquimistas. Así, el sueño decía que el alma de mi madre ha bía sido acogida en aquella gran relación del Mismo, a la otra parte del mundo cristiano moral, es decir, al conflicto antagónico que abarca a la totalidad de la naturaleza y el espíritu.

Marché inmediatamente a casa y cuando de noche estaba sentado en el tren experimenté una sensación de gran tristeza, pero en el interior de mi corazón no podía sentirme triste y concretamente por una extraña razón: durante todo el viaje oí continuamente música de baile, risas y charlas alegres, como si se celebraran unas bodas. Esta vivencia se encontraba en crasa oposición a la terrible impresión del sueño. Aquí se oía alegre música, risas gozosas y me resultaba imposible abandonarme a la tristeza. Constantemente la tristeza quería embargarme, pero de nuevo me sentía entre alegres melodías. Era un sentimiento de calor y alegría por una parte y espanto y tristeza, por otra, un incesante cambio de contrastes afectivos.

La oposición se explica porque la muerte en parte se representa por el punto de vista del Yo y en parte por el del alma. En el primer caso parece una catástrofe, es decir, como si poderes despiadados y malos hubieran exterminado a un hombre.

Ciertamente la muerte es una terrible brutalidad —no hay que dejarse engañar acerca de esto— no solo como acontecimiento físico, sino mucho más aún como psíquico: un hombre es destrozado y lo que permanece es el glacial silencio de la muerte. Ya no existe más esperanza de relación alguna, pues todos los accesos se han roto. Hombres a los que se desearía una larga vida desaparecen a mitad de su vida y hombres inútiles alcanzan una avanzada edad. Esto es una cruel realidad que no debe paliarse. La brutalidad y arbitrariedad de la muerte puede amargar a los hombres hasta el punto de que concluyan que no existe Dios misericordioso alguno, ni justicia ni bondad.

Sin embargo, bajo otro punto de vista, la muerte aparece como un suceso alegre. Sub specie aeternitatis es una boda, un Misterium Coniunctionis. El alma alcanza, por así decirlo, la mitad que le falta, alcanza su plenitud. En los sarcófagos griegos se representaba el elemento alegre por medio de bailarinas, en las tumbas etruscas por medio de banquetes. Cuando murió el piadoso cabalista Rabbi Simón Ben Jochai, sus amigos dijeron que celebraba bodas.

Todavía hoy existe cierta costumbre en algunos lugares de celebrar en el día de los difuntos un picnic en los cementerios. Todo esto expresa la sensación de que la muerte es en realidad una fiesta alegre. Ya un par de meses antes de la muerte de mi madre, en septiembre de 1922, tuve un sueño que se refería a esto. Se trataba de mi padre y me impresionó mucho.

Desde su muerte, es decir, desde 1896, no había soñado más con él. Ahora aparecía nuevamente en un sueño, como si regresara de un largo viaje. Parecía rejuvenecido y no paternalmente autoritario. Fui con él a mi biblioteca y me alegré enormemente de saber cómo le había ido.

Especialmente me alegré de presentarle a mi mujer y mis hijos, de mostrarle mi casa y explicarle todo cuanto había hecho en este tiempo y lo que había llegado a ser. Quería informarle también del libro de los tipos, que había escrito de joven. Pero vi inmediatamente que todo esto no era posible, pues mi padre parecía preocupado. Evidentemente quería algo de mí. Me di cuenta claramente de ello y yo mismo me contuve. Entonces me dijo que deseaba consultarme, puesto que yo era psicólogo, y concretamente acerca de psicología matrimonial. Me dispuse a darle una larga explicación acerca de las complicaciones del matrimonio y entonces me desperté. No podía comprender bien el sueño, pues no se me ocurría qué relación podía tener con la muerte de mi madre. Esto solo lo vi claro cuando ella murió repentinamente en enero de 1923.

El matrimonio de mis padres no fue un convenio feliz, sino una prueba de paciencia lastrada por muchas dificultades. Ambos cometieron los errores típicos de muchos matrimonios. Por mi sueño hubiera podido prever la muerte de mi madre: después de una ausencia de veintiséis años se presentaba mi padre en e! sueño en casa del psicólogo en busca de ideas y conocimientos acerca de los problemas matrimoniales, pues había llegado el tiempo para él de volver a plantearse el problema. En su estado intemporal no había adquirido mejores opiniones y debía por ello dirigirse a los vivientes, que bajo circunstancias distintas podían haber obtenido algunos nuevos puntos de vista.

Así habla el sueño. Indudablemente, hubiera podido conseguir todavía mucho más penetrando en su sentido subjetivo. ¿Pero por qué le soñé precisamente a él antes de la muerte de mi madre, de la que no tenía idea alguna? Se ajusta claramente a mi padre, con quien me unía una simpatía que se acrecentó con los años.


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