La iluminación espiritual

Masa impresionada por imágenes y palabras

GUSTAVE LE BON

Imagen; Masa impresionada por imágenes y palabras; Gustave Le Bon

EL PODER DE LAS PALABRAS

Las masas son impresionadas por imágenes, palabras y fórmulas.

La imaginación de las masas son impresionadas, sobre todo, por imágenes. Si no se dispone siempre de tales imágenes, es posible evocarlas mediante el juicioso empleo de palabras y fórmulas. Manejadas con arte, poseen auténticamente el misterioso poder que les atribuían antaño los adeptos de la magia. Provocan en el alma de las multitudes las más formidables tempestades y también saben calmarlas. Con las meras osamentas de las víctimas del poder de las palabras y de las fórmulas se podría elevar una pirámide más alta que la del viejo Kheops.

El poder de las palabras está vinculado a las imágenes que evocan y es, por completo, independiente de su significación real. Aquellas cuyo sentido está peor definido poseen a veces el máximo de capacidad de acción. Así, por ejemplo, términos como democracia, socialismo, igualdad, libertad, etc., cuyo sentido es tan vago que no son suficientes gruesos volúmenes para precisarlo. Y, sin embargo, a sus breves sílabas va unido un poder verdaderamente mágico, como si abarcasen la solución de todos los problemas. Sintetizan diversas aspiraciones inconscientes y la esperanza en su realización.

La razón y los argumentos son impotentes frente a determinadas palabras y ciertas fórmulas. Son pronunciadas con recogimiento ante las masas e, inmediatamente, los rostros expresan respeto y las frentes se inclinan. Muchos las consideran como fuerzas de la naturaleza, potencias sobrenaturales. Evocan en las almas imágenes grandiosas y vagas, pero esta misma vaguedad aumenta su misterioso poderío. Pueden ser comparadas a aquellas temibles divinidades ocultas tras el tabernáculo y a las que el devoto no se aproximaba sino temblando.

Al ser las imágenes evocadas por las palabras independientes de su sentido, varían de una época a otra, de un pueblo a otro, con identidad de las fórmulas. A determinadas palabras se agregan transitoriamente ciertas imágenes: la palabra no es sino la llamada que las hace aparecer.

No todas las palabras ni todas las fórmulas poseen el poder de evocar imágenes, y las hay que, una vez evocadas, se gastan y no despiertan ya nada más en el espíritu. Se convierten entonces en sonidos vacuos, cuya principal utilidad es la de evitar a quien las emplea la obligación de pensar. Con un pequeño stock de fórmulas y lugares comunes aprendidos en la juventud, poseemos cuanto hace falta para pasar por la vida sin la fatigosa necesidad de tener que reflexionar.

Si se considera un determinado idioma, veremos que las palabras de que se compone se modifican muy lentamente en el transcurso de las edades; pero cambian, sin cesar, las imágenes que evocan o el sentido que se les adjudica. Y, por ello, en otra obra he llegado a la conclusión de que la traducción exacta de un idioma, sobre todo cuando se trata de lenguas muertas, resulta totalmente imposible.

¿Qué es lo que hacemos, en realidad, sustituyendo por un término de nuestra lengua otro término latino, griego o sánscrito, o incluso cuando intentamos comprender un libro escrito en nuestro propio idioma hace varios siglos?

Sustituimos sencillamente con imágenes e ideas, que la vida moderna ha suscitado en nuestra inteligencia, las nociones y las imágenes absolutamente distintas que la vida antigua había hecho nacer en el alma de razas sometidas a condiciones de existencia que no guardaban analogía con las nuestras. Los hombres de la Revolución Francesa, al imaginarse que copiaban a los griegos y los romanos, no hacían sino conferir a palabras antiguas un sentido que no tuvieron jamás.

¿Qué semejanza podía existir entre las instituciones de los griegos y aquellas que son designadas en nuestros días por los correspondientes vocablos?

Una república, por ejemplo, no era entonces sino una institución esencialmente aristocrática formada por la reunión de pequeños déspotas que dominaban a una masa de esclavos mantenidos en la sujeción más absoluta. Estas aristocracias comunales, basadas en la esclavitud, no habrían podido existir ni un instante sin esta última.

Y la palabra libertad...

¿Qué podía significar de semejante a lo que entendemos hoy por tal en una época en la que la libertad de pensamiento ni siquiera se sospechaba y en la que no había delito mayor y, por otra parte, más raro que discutir los dioses, las leyes y las costumbres de la ciudad?

La palabra patria en el alma de un ateniense o un espartano significaba el culto de Atenas o el de Esparta, pero no en absoluto el de Grecia, compuesta por ciudades rivales y siempre en guerra. La palabra misma de patria, ¿qué sentido podía tener para los antiguos galos, divididos en tribus rivales, de razas, lenguas y religiones diferentes, y a los que venció tan fácilmente César porque encontró siempre aliados entre ellos? Tan solo Roma dotó a la Galia de una patria, proporcionándole unidad política y religiosa. Y sin remontarse a épocas tan distantes, hace apenas dos siglos, ¿es que la palabra misma de patria era concebida como hoy día por los príncipes franceses que, como el Gran Condé, se aliaban al extranjero contra su soberano? Y esa misma palabra tenía un sentido muy diferente del moderno para los emigrados, que imaginaban obedecer a las leyes del honor combatiendo a Francia, obedeciendo así, en efecto, a su punto de vista, ya que la ley feudal vinculaba el vasallo al señor y no a la tierra, y allí donde mandaba el soberano, allí estaba la verdadera patria.

Son numerosas las palabras cuyo sentido ha cambiado profundamente de una época a otra. No podemos llegar a comprenderlas tal como lo eran en el pasado sino tras un largo esfuerzo. Son necesarias muchas lecturas, como se ha afirmado justificadamente, para llegar tan solo a concebir lo que significaban para nuestros tatarabuelos palabras como rey y familia real. ¿Qué cabe esperar que suceda con respecto a términos más complejos?

Así pues, las palabras no tienen sino significados móviles y transitorios, que cambian de una época a otra y de un pueblo a otro. Cuando queremos actuar mediante palabras sobre la masa, hay que saber el sentido que éstas poseen para ella en un determinado momento y no el que tuvieron en el pasado o el que puedan tener para individuos de constitución mental diferente. Las palabras viven, al igual que las ideas.

Cuando las masas, seguidamente a convulsiones políticas, a cambios de creencias, terminan por profesar una profunda antipatía a las imágenes evocadas por determinadas palabras, el primer deber de un auténtico hombre de Estado consiste en cambiarlas, pero, claro está, sin tocar para nada las propias cosas. Estas últimas se hallan demasiado vinculadas a una constitución hereditaria como para poder ser transformada. El juicioso Tocqueville hace constar que el trabajo del Consulado y del Imperio consistió, sobre todo, en revestir con palabras nuevas a la mayoría de las instituciones del pasado, sustituyendo así las palabras que evocaban imágenes enojosas por otras cuya novedad impedía tales evocaciones. Así se hizo con los antiguos nombres de los impuestos, continuando su recaudación, pero con nombres nuevos.

EL PODERÍO DE LAS PALABRAS

Una de las funciones más esenciales de los hombres de Estado consiste, pues, en bautizar con palabras populares, o al menos neutras, las cosas detestadas por las masas bajo sus antiguas denominaciones. El poderío de las palabras es tan grande que basta con elegir bien los términos correspondientes para conseguir la aceptación de las cosas más odiosas. Hippolyte Taine hace constar, con razón, que invocando a la libertad y la fraternidad, palabras muy populares entonces, los jacobinos pudieron instalar un despotismo digno del Dahomey, un tribunal semejante al de la Inquisición, hecatombes humanas parecidas a las del antiguo Méjico. El arte de los gobernantes, como el de los abogados, consiste principalmente en saber manejar las palabras. Arte difícil, ya que en una misma sociedad palabras idénticas tienen con frecuencia significados diferentes para los distintos estratos sociales. Aparentemente emplean las mismas palabras, pero no hablan igual lenguaje.

En los ejemplos que preceden hemos hecho intervenir al tiempo como factor principal del cambio de sentido de las palabras. Si hacemos intervenir también a la raza, veremos cómo en una misma época, en pueblos igualmente civilizados pero de razas distintas, las palabras idénticas corresponden en muchas ocasiones a ideas extremadamente diferentes. Estas diferencias no pueden comprenderse sin numerosos viajes, y no insistiré más sobre ellas limitándome a hacer constar que son precisamente las palabras más utilizadas las que, de un pueblo a otro, poseen los sentidos más diferentes; por ejemplo, las palabras democracia y socialismo, de uso tan frecuente hoy día.

En realidad corresponden a ideas e imágenes completamente opuestas en las almas latinas y en las anglosajonas. Entre los latinos, la palabra democracia significa, sobre todo, desaparición de la voluntad y de la iniciativa del individuo ante las del Estado. Este último se encargaría cada vez más de dirigir, centralizar, monopolizar y fabricar. A él apelan constantemente todos los partidos, sin excepción: radicales, socialistas o monárquicos. Entre los anglosajones, sobre todo los de América, la misma palabra democracia significa por el contrario desarrollo intenso de la voluntad y del individuo, pasando a un segundo plano el Estado, al cual, aparte de la policía, el ejército y las relaciones diplomáticas, no se le deja dirigir nada, ni siquiera la instrucción pública. Por tanto, la misma palabra posee sentidos absolutamente contrarios en dichos dos pueblos.


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