La iluminación espiritual

La verdadera humildad

LA HUMILDAD Y EL EGO

Primero tienes que profundizar en la palabra humilde. Todas las religiones le han dado una connotación errónea: con humilde quieren decir justamente lo opuesto a egoísta; no es eso. Pero hasta lo opuesto exacto al ego sería todavía el ego, escondido detrás de diferentes máscaras. Se deja ver de vez en cuando en el que llaman hombre humilde: él se cree más humilde que nadie; y eso es ego. La humildad no conoce ese lenguaje.

Antes de que te pueda decir lo que es la verdadera humildad tienes que comprender la falsa humildad. A menos que comprendas la falsa, es imposible definir la verdadera. De hecho, al entender la falsa, la verdadera surge en tu visión por sí sola.

La falsa humildad es simplemente el ego reprimido, aparentando ser humilde pero deseando ser el mejor. La verdadera humildad no tiene nada que ver con el ego; es la ausencia del ego. No pretende ser superior a nadie. Es la pura y simple comprensión de que no hay nadie que sea superior, ni nadie que sea inferior; las personas son simplemente ellas mismas, incomparablemente únicas. No puedes compararlas como superior o inferior.

De ahí que el auténtico hombre humilde sea muy difícil de comprender, porque no será humilde de la manera que tú lo entiendes. Has conocido montones de personas humildes, pero todos eran egoístas y tú no eres lo suficientemente perspicaz para ver que eso es su ego reprimido.

Solo el ego se siente siempre herido.
No se puede herir a un hombre humilde.

La verdadera humildad es simplemente la ausencia del ego. Es abandonar toda la personalidad y la decoración que has acumulado a tu alrededor, y ser como un niño que no sabe quién es, que no sabe nada acerca del mundo. Sus ojos son claros; puede ver el verde de los árboles con más sensibilidad que tú. Tus ojos están llenos del polvo que tú llamas conocimiento. ¿Y por qué has acumulado este polvo que te está dejando ciego?: porque en el mundo, el conocimiento le da una tremenda energía a tu ego. Tú sabes y los demás no.

El hombre humilde no sabe nada. Ha completado el círculo de regreso a la inocencia de su infancia: está lleno de asombro; ve misterios en todas partes; recoge piedras y conchas de la playa, y se siente tan feliz como si hubiera encontrado diamantes, esmeraldas y rubíes.

El hombre humilde regresa a esta milagrosa existencia. Nosotros la damos por supuesta, pero no vemos cómo del mismo suelo florecen lotos, rosas y millones de otras flores. La tierra no tiene colores, ¿de dónde vienen esos preciosos colores?; la tierra es muy tosca, ¿de dónde vienen las rosas aterciopeladas?; la tierra no tiene verdor, ¿de dónde viene el verde de los árboles?

El hombre humilde es como un niño otra vez. No tiene exigencias, sino solo gratitud; gratitud por todas las cosas; gratitud incluso por cosas por las que tú ni puedes concebir que se pueda estar agradecido.

Un hombre humilde vive una vida de gratitud incondicional; no solo gratitud hacia Dios, sino también hacia los seres humanos, los árboles, las estrellas, todas las cosas.

Un perfeccionista es un neurótico. Y no solo es un neurótico, sino que crea tendencias neuróticas a su alrededor. No seas per­feccionista y si alguien a tu alrededor lo es, escapa en cuanto pue­das, antes de que esa persona contamine tu mente.

El perfeccionismo es una especie de profundo viaje del ego. Pensar en ti mismo en términos de ideales y perfección no es otra cosa que decorar tu ego hasta el extremo. Una persona humil­de acepta que la vida no es perfecta. Una persona humilde, una auténtica persona religiosa, acepta que todos tenemos limi­taciones.

Esa es mi definición de humildad. Ser humilde es no intentar ser perfecto. Una persona humilde se vuelve cada vez más total, porque no tiene nada que negar, nada que rechazar. Acepta lo que hay, sea bueno o malo. Una persona humilde es muy rica, porque acepta su totalidad, su enfado, su sexualidad o su codicia; se acepta totalmente. En esa profunda aceptación ocurre una gran transformación alquímica. Todo lo feo va desapareciendo, poco a poco, por su propia cuenta. Se vuelve cada vez más ar­mónico y total.