Dominio propio para controlar la ira - Insulto
Controlar la ira es voluntariamente no entrar en crisis y sabiamente manejar esa reacción emocional exagerada y peligrosa. Eso es dominio propio.
JOTA MARIO VALENCIA
AGRESIONES Y OTROS DEMONIOS
Acciones que ponen al descubierto nuestro lado oscuro.
Las agresiones, los insultos o las insolencias de los demás son algo cotidiano y espantoso, capaz de poner al descubierto nuestro lado oscuro y despertar todo lo malo que habita en nosotros. Junto a ellos vienen otros demonios que nos estimulan y terminan de complicar la situación y que será mejor reconocer y aprender a manejar antes de que sea necesario entrar en acción.
El estímulo es todo aquello que nos afecta, sea para bien o para mal. Un estímulo puede ser una palabra hiriente o amable, un golpe o una caricia. A partir de allí viene el análisis, es decir, lo que se produce en nuestro razonamiento que hace descifrar y poder entender lo que ocurre. Como resultado del estímulo y del análisis viene la respuesta.
La respuesta es el producto que se manifiesta a través de nuestro cuerpo y a su vez es la reacción final al desarrollo de una acción. Como seres pensantes, lo ideal sería que después de recibir el estímulo, pasáramos a analizarlo y luego a responder. Pero entre el ideal y la cruda realidad hay un gran camino, muy tortuoso y complejo, que aquí trataremos de acortar y suavizar.
LA FRUSTRACIÓN
Es el sentimiento que fluye cuando no conseguimos alcanzar los objetivos.
Cuando alguien tiene un impulso, un deseo de hacer o decir algo, y no puede satisfacer esa necesidad, aparece lo que la psicología llama frustración. Ese es el estado de aquel que está sometido a una situación insoluble, que se ve privado de la satisfacción de un deseo defraudado en sus expectativas de recompensa, o bloqueado en su acción después de haber sido agredido verbalmente o haber sido insultado. La frustración es el sentimiento que fluye cuando no conseguimos alcanzar los objetivos que nos hemos propuesto y que se manifiesta como un estado de enorme vacío interior, produciendo sentimientos y pensamientos autodestructivos como la rabia, la depresión, la angustia y la ira.
El proceso de madurez de todos los seres humanos no es más que una larga carrera de obstáculos a lo largo de nuestro desarrollo vital, donde nos encontramos con abundantes barreras que impiden o dificultan la realización de nuestros deseos e impulsos. La madurez se consigue cuando asumimos nuestras limitaciones, cuando sabemos convivir con las frustraciones producidas ante acontecimientos insuperables, cuando nuestras metas y objetivos se asientan sobre un plano real, relegando nuestras fantasías al campo de la ensoñación. Por ejemplo podemos tener el sueño de vivir en una hermosa casa junto a la playa, pero el sueldo que ganamos y algunos gastos extras frustran ese plan. Maduramos cuando entendemos que era solo un sueño que por ahora no se pudo hacer realidad y que podemos seguir viviendo y ser felices aunque no tengamos la casita frente al mar.
Muchas de las situaciones que vivimos cotidianamente, vienen del mundo de las frustraciones, que terminan por desencadenar una serie de comportamientos agresivos, exteriores e interiores, que nos convierten en seres antisociales o autodestructivos.
Todos podemos sufrir heridas psíquicas como consecuencia de un acontecimiento o situación que influye de forma negativa en nuestras vidas. Acontecimientos que por su intensidad pueden marcarnos de manera decisiva. Un desengaño amoroso, por ejemplo, puede hacer que cambiemos de actitud respecto a las personas del sexo opuesto, o puede producir un distanciamiento afectivo o cierta desconfianza a la hora de plantearnos la posibilidad de una nueva relación de pareja. Así mismo, las agresiones, las humillaciones, el abandono o la pérdida producen traumas de manera inevitable.
Una misma situación puede influir de manera muy diferente en dos personas distintas. Para un joven, una suspensión escolar puede motivarlo para mejorar en sus estudios y en cambio a otro puede hacerlo perder la confianza en su capacidad para conseguir cosas por sí mismo. A partir de una experiencia dolorosa, unas personas aprenden, reflexionan y obtienen conclusiones positivas que los hacen más flexibles, tolerantes y hasta más fuertes. Otras, sin embargo, se hunden y no ven salida.
Frente a la frustración que surge como bloqueo de nuestro ser ante una agresión verbal, la primera idea que se nos viene instintivamente a la cabeza es la de reaccionar con una agresión mayor. En nuestro interior se moviliza una enorme cantidad de energía que nos enfoca en la destrucción inmediata y fulminante del objeto frustrante, es decir, del agresor.
No es posible salir de la frustración y de todas sus terribles secuelas hasta que no resolvamos el conflicto, bien sea entendiendo la situación como algo pasajero y sin importancia, entrando en auténtica rivalidad con el agresor, negando el hecho como si nunca hubiera ocurrido, o confrontando la realidad.
Si ante un conflicto adoptamos una posición de rivalidad, donde uno debe ganar y otro debe perder, veremos al otro como un enemigo al que hay que derrotar. Desde esta perspectiva, se intentará ganar por cualquier medio y ceder significará ser un débil e inseguro. La postura de la negación la adoptan quienes no desean hacer frente a la situación con la falsa esperanza de que desaparezca por sí sola, lo que suele llevar a pérdida de autoestima y de respeto por parte de los demás. Confrontar los hechos es lo que los psicólogos llaman posición de superación. Desde esta posición se intenta buscar soluciones, habitualmente a través del diálogo.
No obstante, ante una agresión que nos duele en lo más profundo de nuestro ser, no es fácil que nos sentemos a expresar nuestros desacuerdos, aceptar las cosas positivas del otro, reconocer metas comunes y ponernos de acuerdo en iniciar las acciones necesarias para conseguir esas metas comunes, como si no hubiera pasado nada. En la vida real queremos actuar ya, en este mismo instante.
El diálogo está descartado a no ser que la pelea sea con alguien muy, muy, muy especial y querido, o que estemos adelantando algún proceso de negociación para detener el lanzamiento de una bomba nuclear que destruiría la mitad del planeta. Confrontar los hechos también es demostrarle al otro que no puede humillarnos como le dé la gana, que no podrá usarnos para descargar su basura, que nos hacemos respetar y que tendrá que pensarlo muy bien la próxima vez que lo quiera hacer.
EL DERECHO A ELEGIR
Habitualmente no usamos el gran don de poder elegir nuestros pensamientos.
La existencia no es otra cosa que una prolongación de nuestro pensamiento. Si somos capaces de dominar nuestra mente, habremos logrado dominar nuestra vida.
Nuestras experiencias, nuestros éxitos y derrotas tienen lugar en primer y en último término en lo que pensamos. La dificultad radica en que los principios que rigen nuestro pensamiento, el desarrollo de las formas correctas de pensar, no están a la vista, no las enseñan en las escuelas y no las venden en el comercio. Las tenemos que encontrar por nosotros mismos. Por fortuna, hay una ley universal que no falla: Los pensamientos buenos dan resultados buenos y los pensamientos malos dan resultados malos.
Todos vamos por la vida pensando muchas cosas, sin enfocar nuestra mente en los pensamientos que deberán guiarla hacia nuestras metas, sueños, ilusiones, deseos, etc. Habitualmente no usamos el gran don de poder elegir nuestros pensamientos y nos limitamos a reaccionar, la mayoría de las veces, de forma negativa. Los pensamientos negativos comienzan a amontonarse y la existencia termina por convertirse en una experiencia negativa y aburrida. Si todo lo que hacemos es apagar incendios, vivir será tanto como estar siempre en medio del humo, la destrucción y las cenizas.
En determinados momentos tendemos a creer que tenemos demasiadas cosas en la cabeza y hasta nos sentimos aprisionados en una cantidad de preocupaciones, responsabilidades, necesidades, angustias o desengaños. Entonces entramos en una especie de estado depresivo que nos resta las fuerzas, el entusiasmo, la energía que necesitamos para realizar las labores diarias.
Nos sentimos abrumados por la incertidumbre, el miedo y las inseguridades de tener demasiadas cosas en la cabeza, cuando en realidad solo podemos tener una sola al mismo tiempo. Estamos inclinados a pensar que tenemos demasiadas cosas en la cabeza porque un pensamiento, y solo uno, es negativo: angustia, tristeza, pesimismo, resentimiento, rabia y hasta falta de seguridad. Son pensamientos paralizantes que crean la sensación de sobrecarga para la mente.
Descubrir que solo podemos tener una cosa en la cabeza al mismo tiempo, nos permite tomar conciencia de uno de nuestros mayores dones: el derecho a elegir ese único pensamiento. Ni la serpiente, ni el perro, ni la rana, ni el gato lo pueden hacer. Ellos solo pueden reaccionar. Ese don es nuestro bien más valioso y está por encima de las demás aptitudes, atributos físicos, títulos, honores, riquezas y otros placeres.
Viktor Frankl, neurólogo y psiquiatra austriaco de origen judío, pasó casi tres años de su vida en varios campos de concentración nazis, incluidos Auschwitz y Dachau, y a partir de esa experiencia escribió el inspirador libro Man’s Search for Meaning, El hombre en busca de sentido. Allí cuenta cómo fue sometido a toda clase de tratos brutales y sobrevivió porque quería vivir a través del ejercicio de escoger cualquier pequeño incidente que tuviera un significado positivo como un mendrugo de pan o un cordón inesperados, y hacía que su mente se aferrara a él, aportándole alegría y significado a sus días.
La terrible experiencia de Frankl terminó por revelarle que las cercas eléctricas, las celdas y las cadenas no podían privarlo de su libertad: La máxima libertad de un individuo consiste en su capacidad para escoger su actitud ante un conjunto cualquiera de circunstancias.
Hasta que no aprendamos a utilizar nuestro derecho a elegir, es decir, la capacidad que tenemos para escoger nuestras actitudes, no habremos logrado la libertad de ser nosotros mismos y estaremos a merced de los otros, de esos que andan por ahí, muy cerca, con la ilusión de convertirnos en objeto de sus miserias.
DOMINIO PROPIO
Mantener el control frente a una situación inesperada y difícil es muy complejo.
Por ello, todos los tests que preguntan cuál sería nuestra reacción en caso de un incendio, si encontramos a la esposa con otro en plena infidelidad, si un avión se nos viene encima, si de repente un desconocido nos pega un puño, o si se nos muere la mamá, no tienen ningún sentido. Uno puede responder cualquier tontería, pero a la hora de la verdad quedamos metidos entre un túnel oscuro en el que lo primero que tenemos que enfrentar es a un monstruo llamado Yo, con todas sus posibilidades y falencias, con sus fortalezas y debilidades, con sus miedos y audacias... Del dicho al hecho hay mucho trecho.
Al pensar en dominio propio, nos viene a la mente una persona que es controlada y que puede refrenarse a sí misma ante las diferentes situaciones que le presenta la vida.
En suma, el dominio propio es la capacidad que nos permite controlarnos a nosotros mismos, nuestras emociones, antes de que estas nos controlen, dándonos la posibilidad de elegir lo que queremos sentir en un momento determinado. Como sujetos activos de todo lo que nos sucede, manejamos nuestra vida dependiendo de la interpretación que hacemos de cada acontecimiento.
No nos quepa la menor duda de que somos lo que pensamos, y si somos capaces de controlar nuestros pensamientos, podremos controlar nuestras emociones, sin permitir que los acontecimientos externos manejen nuestra vida. Todas las sensaciones llegan precedidas por un pensamiento que se puede controlar a nuestro antojo, gracias a eso que los especialistas llaman dominio propio o autocontrol.
Es normal que cuando somos víctimas de un ataque verbal, insulto o agresión cualquiera, nos llenemos de rabia, hostilidad y hasta de agresividad. Es aquí donde tiene que entrar a trabajar el dominio propio, pues de otra manera quedaremos inmovilizados y sin posibilidades de reacción contra el problema, o reaccionaremos de manera desproporcionada.
No es fácil sacar a relucir el dominio propio cuando estamos llenos de ira, por eso debemos ocuparnos en acrecentar lo único que nos permite poner en acción el dominio propio: la autoestima.
Todos tenemos el beneficio del dominio propio y somos propietarios de nosotros mismos. Pero el lío está en poder ejercer ese dominio, hacer uso de ese beneficio controlador y aplicar esa autoridad. El verdadero problema radica en no poder manejar nuestros pensamientos, controlar nuestras emociones y refrenar nuestros impulsos, porque no tenemos un compromiso con nadie, más allá de nuestra rabia o de la emoción del momento.
Si aprendemos a querernos lo suficiente y deseamos ser mejores, mejor dicho, si tuviéramos una mayor autoestima, nos daría vergüenza con nosotros mismos el hecho de no ser capaces de interpretar un acontecimiento en sus debidas proporciones y actuar en consecuencia.
El doctor Larry Crabb, Ph. D., psicólogo clínico de la Universidad de Illinois, en su libro Understanding People, Entendiendo a la gente, dice: Un desagradable evento puede generar emociones desagradables. Sin embargo, este mismo evento puede llevarnos a emociones constructivas o a emociones destructivas. Todo depende de la sabiduría interna.
No hay nada malo en enojarse. Tener rabia se considera una reacción emocional y normal frente a algo que nos desagrada o desaprobamos. La gran diferencia está en el control o el descontrol de ese sentimiento. El autocontrol es ejercer dominio sobre las emociones.
Una crisis se define como el momento en que la persona pierde el control de la situación. Entonces, controlar la ira es voluntariamente no entrar en crisis y sabiamente manejar esa reacción emocional exagerada y peligrosa. Eso es dominio propio.
No nacemos con dominio propio, no lo venden en los supermercados ni en las tiendas naturistas, no es materia en ninguna universidad del mundo, se trata de un hábito adquirido, una disciplina para la que se requiere prepararse. Lo logramos poco a poco, comiéndonos una cucharadita menos del postre que tanto nos gusta, levantándonos cinco minutos antes de lo habitual, no tomándonos uno de los tragos que nos ofrecen en la fiesta, evadiendo alguna pelea doméstica, haciendo a un lado el computador antes de lo previsto, cumpliendo aquella pequeña misión que hemos postergado, caminando un poco más, o haciendo la llamada a la que le tenemos tanta pereza.
El dominio propio no tiene nada que ver con la voluntad, que es la facultad de decidir, el ánimo o resolución de hacer algo y ordenar la propia conducta. En otras palabras, podemos tener la voluntad de dejar de fumar y hasta reconocer el mal que el tabaquismo produce en nuestro organismo. El dominio propio radica en no prender el próximo cigarrillo.
En este punto es importante reconocernos a nosotros mismos con sinceridad y saber cómo reaccionamos y qué tanto nos afectan los diversos acontecimientos que nos presenta la vida. Por esa razón, debemos entendernos y saber por qué razón actuamos como lo hacemos. Sin dudas, conocer nuestros temperamentos nos ayuda a neutralizar nuestras debilidades y a reaccionar más sabiamente frente a estímulos negativos como lo es una agresión.
No se puede evitar sentirse desilusionado por la frustración de lo que sucede, ni dejar de sentir rabia o enfado, pero sí evitar que el sentimiento de la ira nos domine y afecte nuestras vidas.
La diferencia entre tener un dominio propio y tener una crisis propia, es saber quién está en control, el cuerpo o la mente. En esos lapsos de segundos, cuando se nos ha desafiado, provocado o simplemente hemos llegado a nuestro límite, cuando sentimos que vamos a explotar, ahí es cuando necesitamos la maestría del dominio propio.
Una persona que por regla general es controlada en todos los aspectos en que se desenvuelve, cometerá menos errores, vivirá más calmada y sufrirá menos estrés. No así aquella que reacciona con estallidos incontrolables y que deja correr toda su agresividad emocional.
CONTROL DEL PENSAMIENTO
Tenemos el poder de controlar nuestra vida gracias al don de la imaginación.
El estado de conciencia que tengamos de nosotros mismos, será el mismo que tendremos en el momento de actuar frente a alguien que pretenda ofendernos. Si entendemos esta afirmación, estaremos en capacidad de predecir lo que ocurrirá en ese instante.
Un pensamiento contenido en nuestra mente durante un tiempo, se convierte rápidamente en una actitud y luego se hace parte fundamental de nuestra vida. Los automóviles, los edificios, los puentes, las carreteras empezaron siendo una idea en la mente de alguien. Lo mismo acontece con nuestras vidas. Los pensamientos que tengamos en el presente, serán las realidades de nuestro futuro. No importa si creamos esos pensamientos deliberadamente o llegan a nosotros como reacción a cualquier situación que enfrentemos, la regla siempre funciona.
Tenemos el poder de controlar nuestra vida gracias al don de la imaginación, mediante el cual podemos crear las imágenes de lo que queremos ser, de las metas que queremos alcanzar, de la forma en que queremos actuar o reaccionar... No importa cuáles sean esas visiones que tengamos, serán una realidad en el momento oportuno.
La vida es una prolongación del pensamiento. Ese constituye el profundo capital de todas las filosofías. El concepto, simple y elemental, se conoce desde siempre y tengo la idea de que se trata del tema sobre el que más se ha escrito y hablado en este mundo. Es justamente por ese motivo por lo que a los seres humanos nos entra por un oído y nos sale por el otro. Es tan elemental que se nos vuelve paisaje.
Cuando somos pequeños, la vida es de alguna manera fácil, pero a medida que vamos creciendo pensamos que todo tiene que ser más complicado y nos inventamos las reuniones y los comités y nos llenamos de condiciones y de terapeutas para que nadie nos diga que estamos actuando de manera infantil, como si ser niños fuera un error de la naturaleza humana.
Los médicos saben que si un paciente los busca con alguna dolencia que el cuerpo podría manejar naturalmente y que pasaría en corto tiempo, deberán escribir en un papel el nombre de alguna medicina extraña que, aunque no haga falta, el enfermo se deberá tomar cumplidamente. Si el doctor no complica un poco más las cosas, el paciente sentirá que el médico no es un buen profesional. No puede ser tan sencillo como que el cuerpo mismo se encargue de solucionar el padecimiento y, por lo tanto, hay que dificultar el asunto con pastillas, exámenes, jarabes, incapacidades laborales y discursos sobre el estrés y las virosis.
Cuando decimos que la vida es una prolongación del pensamiento, estamos asegurando que se puede dominar esa energía para llegar a ser lo que deseamos. Es tan simple como retener en nuestra conciencia aquello que queremos ser, en lugar de aquello que somos o que creemos que somos.
Alguien podría decir que eso es tanto como soñar despierto, engañarse a sí mismo o alejarse de la realidad. Sin embargo, eso es lo mismo que hace el piloto de un avión que se prepara para terminar el vuelo y debe visualizar todos los pormenores de su aterrizaje antes de tocar el suelo. Nunca podría aterrizar primero y luego analizar las condiciones del tiempo, la visibilidad, el estado de la pista, la capacidad y el peso de la aeronave, la fuerza de los vientos y todo lo demás.
Querámoslo o no, los seres humanos tenemos la capacidad única y extraordinaria de imaginar quiénes queremos ser y en qué o en quién somos capaces de convertirnos. En la gran mayoría de nosotros esa capacidad está dormida por la simple razón de que ya somos adultos y de alguna manera nos está vetado actuar como niños. A quienes así piensen les recomiendo que se vayan durante unos tres o cuatro años a un lejano país, a vivir en lo alto de una montaña, comiendo frutas junto a un maestro que los pondrá a caminar descalzos sobre brasas ardientes, sin tener baño ni sexo, con unas piedrecillas que les tallen entre las sandalias, hablando poco y meditando mucho sobre todo lo bueno que quieren en la vida para ellos y para los demás, hasta que un día les lloverá una luz que viene de alguna parte y cambiará sus vidas. Es un método un poco más complejo, pero dicen que también funciona. Mientras tanto, los que escogemos la otra técnica, el camino fácil, el de elegir los pensamientos que queremos, vamos avanzando por aquí hacia lo que nos interesa.
En lugar de vernos como unos derrotados, concibamos en nuestra mente todos los detalles del éxito que deseamos y pensemos como si ya lo hubiéramos logrado.
Dejemos atrás la idea de que somos poca cosa e imaginémonos como personas amorosas y amadas que buscamos a alguien que nos haga felices. Apartemos de nuestra mente el pensamiento de un gordo que pelea inútilmente contra unos kilos de sobra y descubramos la persona esbelta que hay en el interior y que espera salir. Hagamos a un lado la enfermedad y exijamos la salud y la perfección a partir de mañana. Empecemos a ser las personas que queremos ser.
¿Cómo voy a reaccionar cuando alguien me ataque? ¿Voy a permitir que la rabia me bloquee? ¿Me voy a poner a la asquerosa altura del otro? ¿Me voy a dejar humillar por aquello de pon la otra mejilla? ¿Voy a hacer que el otro pague con su sangre, por lo de ojo por ojo? ¿Voy a responder con un ataque más fuerte? ¿Partiré la cabeza del agresor en miles de pedazos con un bate de béisbol? ¿Haré que la venganza dure como una maldición por la eternidad? Eso solo lo puedo resolver yo. Afortunadamente lo puedo decidir desde antes, como el piloto que planea su aterrizaje, el pintor que concibe su obra de arte, el ingeniero que proyecta su puente, el músico que imagina su canción o el médico que programa su cirugía.
CUESTIÓN DE EGO
El enemigo oculto y manipulador que nubla la razón.
En la mitología griega, el joven Narciso se enamoró de su propia imagen al mirarse en las aguas de un estanque. No siendo consciente de que se trataba de su falsa imagen, pues la real era su auténtico ser, languideció junto al agua, víctima de su admiración. Narciso es un símbolo del sueño de los sentidos en el cual el ego se sumerge e hipnotiza al sujeto, generándole fantasías.
De alguna manera, el ego es la personificación de los defectos que nos caracterizan, que fraccionan la conciencia y obstruyen la expresión del ser, adueñándose de casi todos nuestros procesos anímicos. Es el enemigo oculto y manipulador que nubla la razón y el entendimiento, con objeto de obtener reconocimiento, poder, prestigio o aprobación. Él toma el control de buena parte de lo que pensamos, sentimos, decimos y hacemos, generando un sistema de pensamiento en el que surgen la culpa, el miedo y la ira.
Gracias al ego, estados como la ira, la ansiedad, el odio, el resentimiento, el descontento, la envidia, los celos y demás, no se ven como negativos sino que se consideran totalmente justificados y además no se perciben como nacidos de nosotros mismos, sino de alguien más o de algún factor externo.
Cuanto más fuerte es el ego, mayor será la probabilidad de que pensemos que la fuente principal de nuestros problemas son los demás. También será más probable que les dificultemos la vida a los otros. Pero, como es natural, no podremos reconocer lo que sucede. Solo percibiremos que son los demás los que actúan en nuestra contra, pues al ego le encanta hacer el papel de víctima.
Como niños, a través del amor y los cuidados, sentimos que somos valiosos, es decir, que somos importantes para quienes nos rodean. Entonces aparece el ego como un reflejo de la opinión de los demás. No es nuestro verdadero ser. No sabemos quiénes somos y simplemente sabemos lo que los otros piensan de nosotros. Después otros más se le suman a la madre y así vamos creciendo. Y cuanto más crecemos, más complejo se vuelve el ego, porque las opiniones de muchos se van reflejando. El ego es un fenómeno acumulativo que nace como subproducto de vivir con otros. Poco a poco nos convencemos de que ese ego que la sociedad nos da, es lo que somos.
Cuando nuestra visión del mundo, nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestro ego son el patrón de medida, todo el que no entra en él descalifica y es descalificado. Se trata de un modelo de comportamiento tan riesgoso como extendido ya que al no existir dos personas iguales, los márgenes de aceptación se reducen al mínimo.
El ego es una especie de monstruo que habita en nuestro interior, se preocupa por generar juicios condenatorios, pensamientos de ataque y de defensa, preocupaciones ambiguas y ambivalentes respecto a todo e ideas complejas y confusas sobre las cosas más elementales. Su objetivo principal consiste en controlarlo todo y creer que así todo está bien. Y entonces, terminamos por identificarnos con él, a tal punto que creemos tener el control sobre nuestras decisiones, sin darnos cuenta de que es el que decide y sin poder experimentar nuestra verdadera realidad, nuestro yo real.
A nivel inconsciente, el ego es una entidad que se va construyendo a lo largo de la vida, a través de la adquisición de conocimientos, creencias, hábitos y experiencias. La falta de conciencia hace pensar que uno es eso que ha venido haciendo y experimentando.
El ego es nuestra identidad pública y oficial, aquello que aspiramos a ser, la imagen que deseamos que los otros tengan de nosotros. ¿Qué hacer, entonces, con nuestros aspectos no deseados? Se los atribuimos a los otros, y cuando los advertimos en ellos, nos volvemos intolerantes con esas personas.
Los principios de la educación son aprender a ser, a hacer, a aprender y a convivir. Mientras aprendemos a ser, el ego domina a su antojo a los otros tres y lo que debería ser fácil se convierte en un duro aprendizaje, pues las escuelas, empeñadas como están en enseñarnos las guerras púnicas y los logaritmos, se olvidan de la importancia de ayudarnos al autoconocimiento. Desde aquí nacen muchas de las patologías de la personalidad, como no saber lo que somos ni lo que queremos.
El ego nos lleva a la desdicha, nos ilusiona con promesas que terminan por defraudarnos, distorsiona la realidad y nos hace identificar con creencias falsas, nos hace sufrir y encuentra excelentes razones y argumentos para justificarse, y se especializa en hacernos víctimas de todas las injusticias.
Finalmente, nos identificamos tanto con el ego, con ese yo falso, con lo que creemos que somos, con esa fracción de nosotros mismos, que desconocemos la dependencia a la que nos sometemos y nos sentimos impedidos para potenciar lo que podríamos llegar a ser, que nos convertimos en seres vulnerables, frustrados, dependientes, tensionados, reactivos, adictos a los estímulos y atemorizados.
No es tarea fácil desprenderse del ego y dejar de ser sus víctimas, aprender a manejarlo y a prestar atención al diálogo con el cual uno se habla a sí mismo, se explica el mundo e intenta que las cosas encajen en los conceptos con los que acomoda el mundo externo al interno. Pero tendremos que aprenderlo, si es que en realidad deseamos ser mejores personas y poder reaccionar adecuadamente cuando otros ingresen en nuestra frágil condición, nos ataquen y hieran nuestro pobre, tonto e indefenso ego.
INTOLERANCIA
La intolerancia hacia los demás es solo el reflejo de baja autoestima.
Una de las características fundamentales del ego es la necesidad de tener siempre la razón. Por eso, muchas personas, al sentirse amenazadas y ante la incapacidad de convivir con ideas u opiniones diferentes de las propias o de las del grupo al que pertenecen, se ponen a la defensiva y se disponen a atacar.
La intolerancia es la dura y dolorosa incapacidad de los seres humanos para consentir que exista un pensamiento distinto del propio y suele convertirse en odio y rechazo por aquellos que tienen la osadía de pensar o ser diferentes. En consecuencia, la intolerancia se podría definir como el comportamiento, forma de expresión o actitud que viola o denigra de los derechos del prójimo.
La intolerancia se fundamenta en el prejuicio, es decir, en un juicio previo que está basado en una generalización defectuosa e inflexible o estereotipo, que puede ser sentida o expresada y puede ser dirigida al grupo como un todo o a un individuo como miembro de dicho grupo. A menudo está ligada a manifestaciones de odio racial, nacional, sexual, étnico, religioso o a otras formas de comportamiento que discriminan a ciertas personas en particular o a colectividades en general.
Son muchos los casos en que el ego de las tiranías y las dictaduras levantan las banderas de hacer cumplir las leyes, para aplicar la tenaza de la intolerancia, coartar las libertades y atropellar a los contradictores, pues desconocen que todo ser humano tiene el derecho a la disidencia y a la discrepancia ideológica, sin más deberes que el decoro y la urbanidad para con quienes piensen de manera diferente.
La provocación, la incitación al odio, a la violencia o a la discriminación racial, la agresión en cualquiera de sus formas, en contra de personas o de un colectivo, por el solo hecho de pertenencia a una etnia, nación, credo o sexo, no son más que actos de intolerancia.
Y si hay algo más estúpido que ser intolerante con quien piensa distinto a nosotros, es no tolerar a alguien porque sí. Es ese odio sin razón que sentimos por otra persona a la que apenas conocemos, pero a la que detestamos con todo nuestro ser. Dicen los que saben que cuanto más se parece otra persona a lo que somos o a lo que queremos ser, más antipático nos resulta. Pensemos por un momento en aquellas personas que no nos gustan mucho y, si somos honestos, nos daremos cuenta de que tienen muchos rasgos que negamos de nosotros mismos. Por eso dicen que la intolerancia hacia los demás es solo el reflejo de baja autoestima y odio por nosotros mismos. La intolerancia consiste en creer que uno es mejor que el otro, cuando en realidad el otro es el reflejo de mí mismo.
Las susceptibilidades por culpa de la intolerancia han llegado a tal punto que hay colectivos humanos, razas, sectas o grupos que no se pueden ni mencionar porque sienten que son atacados. Si usted dice que han sufrido mucho, ellos manifiestan que no quieren lástima. Si usted dice que son ejemplo de fortaleza, se está burlando de ellos. Si los trata con cariño, los está engañando, y si cuenta su historia, los está ridiculizando. Peor aún, si los pasa por alto para no meterse en problemas, ellos dirán que los hace a un lado porque es un intolerante que los odia.
Todos somos seres imperfectos, tenemos defectos y cometemos errores. Nos diferenciamos de los demás porque algunos deseamos perfeccionarnos. Pero esta voluntad de perfección debe ejercitarse con respeto y tolerancia de las libertades de aquellos que quieren ser como se les antoje o porque así fue como se los enseñaron.
Los materiales rígidos, que carecen de elasticidad y flexibilidad, no soportan las tensiones y se rompen con suma facilidad. Las relaciones humanas funcionan igual. Una relación se considera más fuerte, cuanto más flexible y elástica es. Solo podremos resistir los retos de la vida con tolerantes actitudes que nos permitan sobreponernos a las adversidades y tribulaciones, sin quebrantamientos del ánimo, cediendo y restableciendo las tensiones, hasta hacer de la tolerancia nuestra mayor fortaleza.
Bajo ninguna circunstancia, ser tolerantes implica aceptación o complicidad con quienes actúan o tienen costumbres reñidas con la ley, la moral, la ética o las buenas costumbres. Significa ajustarse a la diversidad humana y convivir armoniosamente con los demás a pesar de la multiplicidad de creencias, erradicando el mal hábito de censurar y prejuzgar a quienes son iguales a nosotros, con los mismos errores y con la misma ansiedad de ser.
En una carta enviada a sus discípulos en 1930, mientras estaba encarcelado, el Mahatma Gandhi, líder de la revolución pacífica que encauzó la independencia de la India, escribió: No me gusta la palabra tolerancia, pero no encuentro otra mejor. La tolerancia puede llevar implícita la suposición injustificada de que la fe de los demás es inferior a la nuestra. Con sutileza, Gandhi daba en un punto sensible de la cuestión. Tolerar conlleva, de alguna manera, cierta idea de superioridad. Hay un tolerante y un tolerado. En la tolerancia queda aún un matiz de juicio que parece decir: Soy mejor que tú, por eso te tolero a pesar de tus defectos.
En las últimas décadas el pensamiento políticamente correcto, aplicado al trato entre las personas, al uso o no de ciertas palabras y a la defensa de ciertas causas, ha tenido un auge notable. Es por ello por lo que con tanta frecuencia escuchamos a personas repitiendo Soy una persona tolerante, lo cual se convierte en un juego peligroso.
Según el doctor en filosofía francés Vladimir Volkoff, especialista en manipulación informativa, autor de La désinformation par l’image, Lo políticamente correcto consiste en la observación de la sociedad y de la historia en términos maniqueos. Lo políticamente correcto representa el bien y lo políticamente incorrecto representa el mal. Según la reflexión de Volkoff, esta modalidad anula la posibilidad de la discrepancia, exige alinearse en torno de lo que se considera bueno y acarrea el riesgo cierto de crear una nueva intolerancia hacia quienes no se proclamen tolerantes.
Quizás, después de todo, no se trate de ser tolerante, sino de aprender a aceptar. La aceptación, a diferencia de la tolerancia, es una interacción que se da en un nivel de paridad. Aceptar, en el caso de los vínculos humanos, es tomar al otro sin juzgarlo, acercarse a él como quien se interna en un universo que ofrece infinitos misterios y dimensiones, escucharlo y mirarlo con la intención de percibir su singularidad. Se trata de aceptar y respetar al otro en su dignidad. En ningún caso eso significa que debemos aceptar o respetar de buenas a primeras las ideas contrarias, como suelen decir por ahí. Me perdonan pero si alguien me viene con la idea de que hay que matar negros o judíos, o con estupideces por el estilo, tendrá que irse para... muy lejos. Ser tolerantes no significa renunciar a nuestras convicciones personales, sino aceptar el hecho de que los demás están en toda su libertad de ser quienes son.
Aceptar es saber que no se puede cambiar al otro, respetar del mismo modo en que aspiramos a ser respetados y tener en cuenta a los demás del mismo modo en que aspiramos a ser tenidos en cuenta.
La tolerancia o la aceptación son importantes cualidades para aprender a convivir con quienes nos rodean, entendiendo la diversidad de la naturaleza humana, sin necesidad de entrar en cruzadas de salvación, hogueras o pelotones de fusilamiento.
LA IRA
La ira es una respuesta adaptativa de defensa ante una amenaza.
La ira es un mecanismo de defensa del ego. Se trata de una reacción natural que, en condiciones normales y entre límites muy específicos, es sana.
Me avergonzaría de mí mismo si no sintiera ira contra aquellos que abusan y maltratan a los más indefensos, esto es, a los niños, los ancianos, los grupos minoritarios o los animales. Sentiría que soy muy poca cosa si no me produjeran ira los políticos corruptos, los dictadores, los gobiernos totalitarios que castran las conciencias y constriñen las libertades. Mentiría si dijera que no me producen ira los chismosos y envidiosos que andan destrozando la vida de los demás. Me consideraría un antisocial si no sintiera ira ante los que de manera infame destruyen la naturaleza. Me parece muy sano sentir ira frente a estas situaciones y más sano aún, levantar mi voz de protesta.
En términos generales, la ira es una respuesta adaptativa de defensa ante una amenaza. Sin embargo, cuando se sale de control puede llegar a ser destructiva para otras personas y para la que está sintiendo la emoción.
En momentos de tensión y peligro inminente, nuestro cuerpo reacciona suministrando adrenalina a la corriente sanguínea, creando una temporal pero eficaz dote de energías fisiológicas. En estas reacciones también se experimentan sentimientos de ira que nos ayudarán a luchar o a escapar. Aunque en estos casos el sistema nervioso funciona de manera instintiva, la mente está en pleno control de nuestras acciones voluntarias, y estas no se pierden aunque el cuerpo se encuentre en estado de alerta. Esto quiere decir que la sensación de ira no es excusa para producir reacciones desbordadas.
La ira que surge de una agresión que acabamos de recibir, es una reacción natural ante una circunstancia que nos desborda. Este tipo de enfado es una energía primaria que nos permite defender nuestra individualidad. Por supuesto, aquí volvemos sobre la idea de que es una emoción sana y necesaria para nuestra supervivencia. Podemos equiparar esta ira con un fenómeno natural como un terremoto. Es un acontecimiento violento en el que la naturaleza busca, de algún modo, recuperar un equilibrio perdido y deshacer la tensión estructural en las placas que forman la corteza de la Tierra. Cuando la tensión se libera, todo vuelve a la calma.
La ira debe ser de breve duración y ajustada a los hechos que la producen. Una vez liberada, se debe desvanecer.
No estamos hablando aquí de otro tipo de ira que está más relacionado con hechos del pasado que con las circunstancias presentes. Aunque este tipo de ira viene también motivado por algo que sucede en este momento, el suceso que desencadena el brote de rabia no es más que la punta de un gran iceberg de rabia acumulada. En este tipo de enfado se da con mucha frecuencia la sobreactuación. Es decir, que ante un suceso menor, la reacción resulta desproporcionada y violenta.
En la práctica budista se considera que esta rabia es una de las tres raíces que dan origen al sufrimiento, junto con la ignorancia y el egoísmo. Así que el primer paso para trabajar conscientemente con este estado de ánimo consiste en reconocerlo cuando se presenta y entender su naturaleza nociva.
Hay por ahí abundantes técnicas para el manejo de la ira, pero la verdad es que no creo que nadie, después de que lo han ofendido en el alma, esté dispuesto a ponerse a realizar ejercicios de respiración controlada para encontrar el yo, meditación trascendental, contar lentamente hasta treinta y siete o elaborar toda una estrategia de empatía para ponerse en la posición del otro. Esas cosas son muy bonitas en la teoría, pero a la hora de enfrentar una situación de violencia verbal contra nosotros, lo único que funciona es detener al agresor de inmediato. No dentro de cinco o diez minutos. El asunto hay que resolverlo ya. Ni siquiera hay tiempo para contar hasta dos.
Es necesario utilizar el dominio propio para expresar la ira con tranquilidad y en forma justa, evitando la violencia y la agresividad. Lo ideal consiste en trabajar internamente con ella y canalizarla como algo productivo.
LA AGRESIVIDAD
Nunca funciona responder a la agresividad con agresividad.
Si miramos a nuestro alrededor, terminaremos asustándonos por la enorme agresividad física y verbal que nos rodea. Y como es verdad que agresión provoca agresión, resulta que la convivencia, lógicamente, se hace cada vez más molesta y difícil. Nunca funciona responder a la agresividad con agresividad. Es como intentar apagar un incendio con gasolina.
La agresividad es básicamente ejercer la fuerza física o verbal con el fin de contrarrestar al oponente. Sin embargo, la agresividad no es necesariamente falta de dominio propio. Hay quienes molestan o desafían a la espera de que explotemos, solo por darse el gusto de sacarnos de casillas. Es lo que muchos hacen en el colegio, en la universidad o en el trabajo con sus compañeros, o con los seres queridos en el círculo familiar. En estas circunstancias, tener dominio propio es una forma de responder y desconcertar a los que esperan una reacción violenta. Todos hemos visto o leído en las noticias, historias de crímenes y asesinatos que han tenido su origen en una simple e inocente palabra ofensiva.
Los agresivos se presentan de muchas maneras. Los hay cuya táctica es oponerse siempre a todo y a todos, mofándose e ironizando lo que se le ponga por delante. Hay quienes todo lo convierten en motivo de riña. Si callamos, juzgan que no estamos con ellos. Si discrepamos, nos convierten en enemigos a los que hay que aplastar. Siempre están a la ofensiva. Jamás se muestran serenos y abiertos a los demás.
Estos personajes hostiles y disociadores son una epidemia, están por todas partes y se reproducen con una facilidad pasmosa. En todo lo que dicen o hacen hay siempre un alto grado de violencia y agresión maléfica e inadmisible. Son bravucones en el hogar, en el trabajo, en el estadio, en el bar, en la calle, en todos los círculos donde se mueven. Tienen siempre la verdad, hay que oírles sin interrumpir, hay que acatar lo que dicen, no permiten observaciones ni réplicas y no hablan sino que gritan.
Eso sí, mientras menos razón tienen los agresivos, más se exaltan y gesticulan, más se acaloran y enardecen, más agreden y mortifican. Y mejor ni hablemos de los de esta especie que andan con un arma entre el bolsillo.
Hay agresivos en el pensar, en el sentir y en el hablar, en el mirar, en el ademán y en los gestos, en el reaccionar y en el actuar. Los hay en determinadas circunstancias, contra personas concretas, consigo mismos, con la sociedad, siempre y en todo, y tienen una habilidad extraordinaria para provocarnos y meternos en su espiral de agresividad y obligarnos a defendernos.
Una sociedad agresiva es la suma de los individuos agresivos que la integran. Así como existen muchos agresivos individuales, los hay colectivos, en los que pesa mucho la premeditación y el adoctrinamiento. En los colectivos agresivos entran ciertos nacionalismos, militarismos, partidos y grupos políticos o sindicales radicalizados que muchas veces actúan como verdaderos energúmenos.
Las pequeñas y grandes manifestaciones de violencia social tienen su origen en nuestra propia mente y su particular dinámica de interacción. Por lo mismo, nadie se exime de su cuota de responsabilidad en la violencia del mundo.
El yo comprende aspectos biológicos y constitucionales heredados de los padres y otros adquiridos por la educación, por las imitaciones que hacemos, por las manipulaciones de orden social y por las múltiples influencias ambientales. El conjunto de entes que integra la personalidad de un determinado individuo, no coincide nunca con el de otro, así hayan nacido y crecido bajo las mismas condiciones.
Cuando los mecanismos de defensa son naturales, hacen parte de los rasgos o formas del carácter, el cual se activa ante situaciones determinadas, llegando a dar forma a la personalidad. Cuando son reactivos, se convierten en verdaderas armas o mecanismos de agresión, muchas veces violentas.
Muchos de los denominados mecanismos de defensa son verdaderas armas, usadas sobre todo por personas débiles para escapar a su propia verdad. Prefieren vivir en el engaño a reconocer su limitación. Para salvar su precario prestigio, echan mano de cualquier recurso a fin de hacer creer que nunca tienen la culpa de un fracaso cualquiera.
Los mecanismos arrojan fuera de la conciencia aspectos de la realidad, ya sean físicos o psicológicos. Su objetivo último es evitar la angustia o el dolor psíquico, al mismo tiempo que nos ayudan a librarnos del sufrimiento moral o de las neurosis.
El riesgo no está en defenderse, sino en sentirse agredido, muchas veces por puros delirios del ego, la ira, la falta de dominio propio, la intolerancia y todos los otros demonios que nos habitan, y a partir de allí actuar en consecuencia, desplegando nuevos mecanismos de agresión, convertidos la mayoría de las veces en mecanismos violentos.