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Biografía de Baruch Spinoza

POR: BARUCH SPINOZA

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Biografía resumida de Baruch de Spinoza

Ámsterdam, 1632 - La Haya, 1677

Filósofo neerlandés. Hijo de judíos españoles emigrados a los Países Bajos, estudió hebreo y la doctrina del Talmud. Cursó estudios de comercio y teología, pero, por la fuerte influencia que ejercieron sobre él los escritos de Descartes y Hobbes, se alejó del judaísmo ortodoxo. Su crítica racionalista de la Biblia provocó que fuese por último excomulgado por los rabinos en 1656; Spinoza se retiró entonces a las afueras de Ámsterdam, donde trabajó como pulidor de lentes.

Durante este período escribió un Breve tratado acerca de Dios, el hombre y su felicidad, y parece que también la obra De la reforma del entendimiento y un polémico Tratado teológico-político, aunque se publicarían más tarde. En 1673 renunció a una cátedra en Heidelberg para mantener su independencia intelectual. En 1675 terminó su obra más importante, la Ética demostrada según el orden geométrico, iniciada catorce años antes y que no se publicaría hasta su muerte, en 1677. También por esta época emprendió la redacción del Tratado político, que quedó inconcluso.

La filosofía de Baruch Spinoza parte de la identificación de Dios con la naturaleza (Deus sive natura), y representa el mayor exponente moderno del panteísmo. Llevó al extremo los principios del racionalismo, y dedujo toda su filosofía de la definición de sustancia como aquello que es en sí mismo y se concibe por sí mismo, por lo que solo podía existir una sustancia, la divina.

La mente humana conoce solo dos atributos o formas de aparecer de Dios, el pensamiento y la extensión, aunque sus atributos deben ser infinitos. Los individuos son a su vez modos, determinaciones concretas, de los atributos. Este monismo radical resuelve el problema cartesiano de la relación entre pensamiento y extensión, pues son solo formas de presentarse la sustancia divina, así como el conflicto entre libertad y necesidad, que se identifican desde el punto de vista de Dios, pues es libre como natura naturans (en cuanto causa) y determinado en cuanto natura naturata (en cuanto efecto). Desde el punto de vista del hombre, la libertad individual es una ilusión.

Spinoza destacó tres géneros de conocimiento humano: en el primero, el hombre es esclavo de las pasiones y solo percibe los efectos o signos e ignora las causas; en el segundo, la razón elabora ideas generales o nociones comunes que permiten a la conciencia acercarse al conocimiento de las causas, y aprende a controlar las pasiones; en el tercer género, el hombre accede a una intuición totalmente desinteresada, pues conoce desde el punto de vista de Dios (sub specie aeternitatis), ajeno a sí mismo como individuo y por tanto sin que le perturben las pasiones individuales. En esta contemplación se identifican lo singular y lo eterno, y se percibe la presencia de todo en todo, intuición en la que se cifra la única felicidad posible.

En el terreno político, Spinoza rechazó el concepto de moral, por considerar que implicaba una desvalorización de lo real en nombre de un ideal trascendente. Todos los seres se guían por el principio de autoconservación, sobre el cual se edifica el Estado como limitación consensual de los derechos individuales. Sin embargo, lo que el individuo busca en el Estado es la conservación propia, por lo que puede revolverse contra él en caso de que no cumpla esta función (Dios crea individuos, no naciones).

En la medida en que la ley limita el poder de cada uno mediante un sistema de recompensas y castigos, la política descansa necesariamente en pasiones tristes (temor, seguridad). La principal preocupación política de Spinoza fue: ¿por qué los hombres combaten por su esclavitud como si se tratara de su libertad? Aunque la democracia es el mejor de los regímenes políticos, pues tiende a sustituir las pasiones tristes por el amor a la libertad y favorece el acceso al estado de razón, solo se llega al tercer género de conocimiento por la vía individual y privada.

La filosofía de Spinoza generó un importante rechazo en su tiempo, pero un siglo más tarde sería recuperada y ejercería una importante influencia no solo en el terreno de la metafísica, sino entre poetas románticos como Shelley y Wordsworth. Si bien históricamente se sitúa entre los continuadores del racionalismo cartesiano (junto con Malebranche y Leibniz), Spinoza no perteneció a ninguna escuela, y resulta difícil destacar al nivel que merecen la profunda originalidad y la independencia de su pensamiento.

Baruch Spinoza, el profeta de la Modernidad

No he escrito con intención de producir novedades, sino para corregir abusos, que espero, no obstante, ver corregidos alguna vez.

Baruch Spinoza (1632-1677)

Estos días finales del año me encontraron releyendo el célebre Tratado Teológico Político de Baruch Spinoza. Su lectura siempre es una tarea inquietante que nos llena de preguntas y nos hace repensar una y otra vez las verdades consagradas.

Desde la autoridad que le otorgaba su profundo conocimiento de los libros del Tanaj y de la lengua hebrea, siendo aún un joven se apartó de la rígida enseñanza religiosa con la que había sido educado y lejos de refugiarse en la aparente tranquilidad del dogma, emprendió el incómodo camino, y tan doloroso para él mismo, de someter las Sagradas Escrituras a las leyes de la Razón, sin por ello dejar de ser un hombre de fe.

Spinoza había leído y estudiado con avidez todos los libros bíblicos. Conocía los significados de las historias bíblicas y las pasiones de sus protagonistas, desde Adán al escriba Esdras. Había indagado sobre el don de la profecía y el rol de Moisés y los profetas (entre ellos no ocultaba su predilección por Isaías). Conocía los secretos de la Cábala y había estudiado en profundidad las enseñanzas del Talmud y en particular había leído los trabajos de los principales eruditos hebreos españoles de los siglos XI y XII, como Maimónides, Abraham Ibn Ezra y Selomó Ibn Gabirol. Y por sobre todas las cosas era un hombre piadoso entregado con pasión a sus estudios.

Pero su espíritu crítico y la libertad de su pensamiento, inusuales en su época dada su formación, rápidamente despertaron el repudio de la comunidad judía de Ámsterdam que lo persiguió y condenó. Así, debió enfrentarse a poderosos prejuicios, tristemente aún no superados tampoco en la actualidad, los que a su entender en nombre de la religión devolvían al pueblo a la antigua esclavitud.

Decepcionado con sus maestros y enfrentado con su instrucción afirmaba: La piedad, la religión, se han convertido en un conjunto de absurdos, ritos y misterios, y sucede que aquellos que más desprecian la razón y que maltratan el entendimiento humano, como corrompido en su naturaleza, son justamente, ¡oh prodigio!, los que se juzgan iluminados por la luz divina. Pero, en verdad, si tuviesen solamente una chispa de ella, no se alzarían con orgullo tan insensato; aprenderían a honrar a Dios con más prudencia, y se harían distinguir por sus sentimientos, no de odio, sino de amor; no perseguirían con tanta animosidad a los que no comparten sus opiniones; y si, en efecto, no es su codicia, sino la salvación de sus adversarios lo que les mueve, tendrían más piedad para ellos

Spinoza tempranamente había comprendido que los caminos de la fe y la razón no eran incompatibles, sino vías paralelas que virtuosamente practicadas se enriquecían mutuamente. La primera conducía a la salvación que solo otorga la obediencia a Dios a través del cumplimiento de su mandato supremo: el amor al prójimo; y la segunda llevaba a la sabiduría, siempre y cuando se transitara con plena libertad el único camino posible para alcanzarla: el amor a la verdad.

Finalmente esa libertad de pensamiento que valoraba como el tesoro más preciado para el hombre, acabó siendo su condena. Acusado de blasfemia, en 1656, a la edad de 24 años fue proclamado el herem, término hebreo equivalente a anatema. Era el mayor castigo que la comunidad judía podía aplicar a un miembro, equivalente a los edictos de excomunión de la Iglesia Católica. Implicaba no solo la expulsión de la sinagoga, sino también su maldición y la prohibición de mantener cualquier vínculo, ya sea con sus familiares directos como con cualquier miembro de la comunidad judía de Ámsterdam, ciudad donde había nacido y vivía. Aislado y desprotegido, ya que incluso llegó a sufrir una agresión en plena calle, debió abandonar su ciudad natal y buscar refugio en los suburbios bajo la protección de los gobernantes de Holanda y del círculo de protestantes.

¿Cual fue su pecado? ¿Qué lo hizo merecedor del destierro y el desprecio de su propia comunidad? Veamos algunas claves a partir de la lectura del Tratado Teológico Político, que si bien publicado en 1670 es posterior en casi quince años al herem, reúne las investigaciones y doctrinas religiosas elaboradas por Spinoza a lo largo de su vida.

La concepción del Dios de Spinoza era demasiado amplia para las mentes estrechas de su tiempo (y de todos los tiempos). Imposible para él encerrar a Dios en un credo particular, en un pueblo entre los pueblos, en un templo, un rito o una determinada ceremonia. Solitario como los profetas hebreos que en su tiempo alzaron su voz contra los impíos de Jerusalén, que cumplían con los rituales del Templo pero no observaban la Ley ni practicaban la justicia, Spinoza afirmaba que muchos se jactaban del conocimiento de las Escrituras, pero decía, que éstas sin la debida práctica del amor al prójimo no eran más que papel y tinta.

Lo propio afirmaba de las ceremonias religiosas recordando al profeta Isaías: En el cap. Ivers. 10 el Profeta invita a su pueblo a aprender de él el camino divino, y después de haber excluido toda especie de sacrificios y de fiestas, se lo descubre al fin (vers. 16 y 17), haciéndolo consistir por completo en la purificación del alma, la práctica de la virtud, la costumbre de las buenas acciones, y en fin la caridad con los miserables.

Para Spinoza Dios es simplemente la Naturaleza, Dios es su Creación, tal como queda resumido en su fórmula Deus sive Natura (Dios o la Naturaleza). De allí su rechazo a cualquier idea sobrenatural, pues si algo estuviera fuera de la naturaleza estaría asimismo fuera de la creación de Dios, lo cual no es posible. Atribuye a la superstición la creencia en lo sobrenatural o en los milagros que no tienen explicación natural. Acaso, se pregunta, ¿hay mayor milagro que el inexorable cumplimiento de las leyes de la Naturaleza? A través de ellas podemos acceder al conocimiento de Dios: son para nosotros como una manifestación visible de la infinitud, de la eternidad y de la inmutabilidad de Dios. De este modo los milagros atribuidos a la obra de Dios son acciones ensalzadas en estilo poético, pues afirmaba que la Escritura no enseña las cosas por sus causas próximas, sino solo presentándolas con cierto orden y con cierto estilo, que puedan mover a los hombres, y principalmente al vulgo a la devoción, y que por esta causa se habla impropiamente de Dios y de las cosas, no tratándose de convencer la razón, sino de ocupar y atraer la fantasía y la imaginación de los hombres.

En su incansable labor exegética, Spinoza desglosó verso por verso los textos bíblicos, tarea que Rabí Abraham Ibn Ezra había iniciado 500 años antes que él. Curiosamente no solo esto lo une a Ibn Ezra sino también toda una experiencia de vida, ya que ambos provenían de familias judías españolas que a su tiempo habían sido forzadas a emigrar de la península. Ambos elaboraron un tratado de gramática de la lengua hebrea, y sumaron a su formación religiosa los estudios en ciencias matemáticas y filosofia.

Así, sin violentar en absoluto la lectura de los textos sagrados, ni forzándolos a una interpretación caprichosa, simplemente aplicando el irrenunciable recurso de la razón, retoma la obra de Ibn Ezra y con su investigación se anticipa dos siglos a la disciplina que más tarde será conocida con el nombre de Crítica Bíblica y que marcaría de un modo decisivo los estudios bíblicos en los siglos XIX y XX. A modo ilustrativo citamos solo algunos pasajes bíblicos en los que detecta una serie de incongruencias e inconsistencias cronológicas: en Génesis 12:6 leemos: Cuando Abraham llegó a Canaán atravesó toda la región hasta llegar a Siquem. Los cananeos vivían entonces allí. Evidentemente por su redacción esto debió ser escrito en un tiempo donde los cananeos ya no vivían más allí, cosa que sabemos que no era tal en los tiempos de Moisés. En el mismo sentido también en el libro de Génesis 36:31: Estos fueron los reyes que gobernaron en Edom antes que los israelitas tuvieran rey, da la pauta que fue escrito después del establecimiento de la monarquía, dos o tres siglos después de la existencia de Moisés. O la apertura del libro de Deuteronomio: Estas son las palabras que Moisés dirigió a todo Israel cuando estaban al este del Jordán, de donde se deduce que fue escrito después que cruzaron a la otra orilla, que recordemos Moisés nunca cruzó.

A partir de estas y otras tantas observaciones concluye en el Capítulo VIII de su Tratado que, contrariamente a lo afirmado por la tradición ortodoxa, los cinco libros de la Torá o Pentateuco no solo no pudieron haber sido escritos por Moisés, sino que por el contrario fueron definitivamente redactados muchos siglos más tarde, más precisamente al regreso del exilio babilónico, en los tiempos del escriba Esdras, a quien atribuye su composición.

No obstante esta afirmación que tanto indignó a sus correligionarios, Spinoza jamás cuestionó el carácter sagrado de las Escrituras, pero resultaba inaceptable para sus detractores, que considerara sagrados no solo los libros del Antiguo Testamento, sino también los de la Biblia cristiana: puede decirse que la voz de Cristo, como la de Moisés, era la voz de Dios. En este sentido puede añadirse también que la sabiduría divina (una sabiduría más que humana) se ha revestido de nuestra naturaleza en la persona de Jesucristo, y que Jesucristo ha sido el camino de la salvación.

Spinoza también relativiza la condición de pueblo elegido. Consideraba que Dios era propicio a todas las naciones, a las que también a su tiempo les habría enviado sus Profetas, pero sostenía que como el Antiguo Testamento solo pretende narrar las historias relativas al pueblo hebreo, las otras no son mencionadas por sus redactores. Por lo demás no advierte ninguna característica distintiva en el pueblo hebreo: Cierto que bajo la relación de inteligencia no han conseguido, según hemos visto en el capítulo precedente, sino ideas muy vulgares sobre Dios y la naturaleza; no es, pues, en esto en lo que ha sido el pueblo elegido. Tampoco por la virtud y la práctica de la vida verdadera, porque, aparte de un pequeño número de excepciones, no han hecho más que los otros pueblos.

Para terminar y apreciar la violencia con la que fue condenado, creo oportuno transcribir textualmente el Acta que contenía el herem, la cual fue leída en la Sinagoga de Ámsterdam el 27 de julio de 1656:

Los caballeros del Consejo Espiritual hacen de vuestro conocimiento que las opiniones equivocadas y los juicios impíos de Baruch Spinoza le son conocidos desde hace mucho tiempo y que se ha esforzado en múltiples y repetidas ocasiones por apartarlo de ese que es el camino del mal, entre otras maneras, por medio de entrevistas y discusiones con el aludido. Nuestros empeños no han redituado, sin embargo, fruto alguno y, más bien, esas terribles y erróneas teorías y esos juicios desvergonzados, dados a la publicidad en palabra y obra, alcanzaron una difusión cada vez mayor, por lo que ha sido posible reunir una gran cantidad de testimonios fidedignos, dados en presencia del mismo Baruch Spinoza. Habiendo sido demostrada fehaciente su culpabilidad, los dichos caballeros del Consejo Espiritual, ante los rabinos y con la entera anuencia de éstos, han tomado la decisión de condenar al citado Baruch Spinoza y la de excluirlo del pueblo de Israel, de acuerdo con el siguiente anatema:

En consonancia con el juicio de los ángeles y de los santos, de común acuerdo con el Tribunal Espiritual, con la aquiescencia de toda la sagrada comunidad, de frente a los Libros Sagrados y a los Seiscientos Trece Ordenamientos en ellos contenidos, desterramos, repudiamos, condenamos y maldecimos a Baruch Spinoza, le infligimos el anatema que Josué formuló contra Jericó, la maldición con que Eliseo maldijo a los niños, todas las maldiciones que se encuentran escritas en el libro de la ley: ¡Maldito sea de día y maldito sea de noche! ¡Maldito sea cuando duerme y maldito sea también al levantarse! ¡Maldito sea al salir de su casa y también al entrar a ella! ¡Que el Señor no le conceda jamás el perdón! ¡Que el Señor descargue de ahora en adelante toda su ira en este hombre y que le colme de todas las maldiciones que están escritas en el Libro de la Ley! El Señor aniquilará su nombre bajo el firmamento y lo apartará, para su propio perjuicio, de todas las tribus de Israel, arrojándolo con todo lo que en el Libro de la Ley ha sido maldecido. ¡Bienvenidos vosotros que estáis cerca de Dios, vuestro Señor! Cuidad que nadie de vosotros le dirija la palabra, ni verbalmente ni por escrito. Cuidad de que nadie le haga algún bien, de que nadie habite con él bajo un mismo techo, de que nadie se aproxime a él a menos de cuatro codos de distancia, de que nadie lea nada de lo que él ha hecho o escrito.

Los veinte años que siguieron al herem fueron los más prolíficos de su existencia. Contra lo esperado por quienes lo declararon maldito, el aislamiento creó el ambiente más propicio para su producción intelectual. Así, en 1662 publicó sus primeros escritos, el Breve tratado sobre Dios, el hombre y la felicidad y el Tratado sobre la enmienda del entendimiento. Al año siguiente, las dos primeras partes de los Principios de la filosofía de Descartes demostrados geométricamente y los Pensamientos metafísicos. En 1670 publica el Tratado Teológico Político y en 1675 concluye los cinco volúmenes de la Ética.

El 21 de febrero de 1677, muere en La Haya a los 44 años a causa de la tuberculosis. Solo la muerte, no las maldiciones, puso límite a su libertad de espíritu y a su inquietud intelectual, la que a pesar de las dificultades pudo desarrollar libremente, tal como a modo de legado lo deja dicho en la Introducción del Tratado Teológico Político: Habiendo alcanzado la rara felicidad de vivir en una república en que cada uno dispone de libertad perfecta para pensar y adorar a Dios como le plazca, y donde nada hay más querido a todos, ni más dulce, que la libertad, he creído hacer una buena obra, y de alguna utilidad, tal vez enseñando que la libertad de pensar, no tan solo puede conciliarse con la paz y salvación del Estado, sino que no puede destruirse sin destruir al mismo tiempo esa paz del Estado y la piedad misma.


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