MIS AMIGOS

POR: OSCAR WILDE

Imagen Mis amigos

Sabiduría de Oscar Wilde

Nacido Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde, el escritor, dramaturgo y poeta irlandés sigue siendo una de las voces más conocidas de su patria. Su agudo sentido del humor y cuidadosa observación del comportamiento humano siguen siendo vigentes. Compartimos este cuento luego de que nuestros lectores lo escogieran en una encuesta publicada en nuestras redes sociales.

  1. Elijo a mis amigos no por la piel u otra característica cualquiera, sino por la pupila, tiene que tener brillo inquisidor y tonalidad inquietante.
  2. A mí no me interesan los buenos de espíritu ni los malos de hábito.
  3. Me quedo con aquellos que hacen de mí un loco y un santo.
  4. De ellos no quiero respuestas, quiero que me traigan dudas y angustias y aguanten lo peor que hay en mí.
  5. Para eso, únicamente siendo loco quiero los santos, para que no duden de las diferencias, y pidan perdón por las injusticias.
  6. Elijo a mis amigos por la cara lavada y el alma expuesta.
  7. No quiero solamente un hombro o un regazo, quiero también su mayor alegría.
  8. Amigo que no ríe conmigo no sabe sufrir a mi lado.
  9. Mis amigos son todos así: mitad tontería, mitad inteligencia.
  10. No quiero risas previsibles ni llantos piadosos.
  11. Quiero amigos confiables, de aquellos que hacen de la realidad su fuente de aprendizaje, pero luchan para que la fantasía no desaparezca.
  12. No quiero amigos adultos ni aburridos, los quiero mitad infancia y mitad vejez!
  13. Niños para que no olviden el valor del viento sobre el rostro; y viejos, para que nunca tengan prisa.
  14. Tengo amigos para saber quién soy yo.
  15. Pues, viéndolos locos y santos, tontos y serios, niños y viejos, nunca me olvidaré que normalidad es una ilusión imbécil y estéril.

El amigo fiel

Una mañana la vieja rata de agua asomó la cabeza por su agujero. Tenía unos ojos redondos muy vivarachos y unos largos bigotes grises. Su cola parecía un elástico negro. Unos patitos nadaban en el estanque, parecidos a una bandada de canarios amarillos, y su madre, toda blanca con patas rojas, se esforzaba en enseñarles a hundir la cabeza en el agua.

Y les enseñaba de nuevo cómo tenían que hacerlo. Pero los patitos no prestaban ninguna atención a sus lecciones. Eran tan jóvenes que no sabían las ventajas que reporta la vida de sociedad.

Vivía en una humilde casita de campo y todos los días trabajaba en su jardín. En toda la comarca no había jardín tan hermoso como el suyo. En él crecían claveles, nomeolvides, saxifragas, así como rosas de Damasco y rosas amarillas, granates, lilas y oro, alelíes rojos y blancos.

Y según se sucedían los meses, a su tiempo, florecían agavanzos y cardaminas, mejoranas y albahacas silvestres, velloritas y lirios de Alemania, asfódelos y claveros. Una flor sustituía a otra. Por lo cual había siempre cosas bonitas a la vista y olores agradables que respirar.

El pequeño Hans tenía muchos amigos, pero el más íntimo era el gran Hugo, el molinero. Realmente, el rico molinero era tan allegado al pequeño Hans, que no visitaba nunca su jardín sin inclinarse sobre los macizos y coger un gran ramo de flores o un buen puñado de lechugas suculentas o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y de cerezas, según la estación.

Y el pequeño Hans asentía con la cabeza, sonriente, sintiéndose orgulloso de tener un amigo que pensaba con tanta nobleza.

Algunas veces, sin embargo, el vecindario encontraba raro que el rico molinero no diese nunca nada a cambio al pequeño Hans, aunque tuviera cien sacos de harina almacenados en su molino, seis vacas lecheras y un gran número de ganado lanar; pero Hans no se preocupó nunca de semejante cosa.

Nada le encantaba tanto como oír las bellas cosas que el molinero acostumbraba decir sobre la solidaridad de los verdaderos amigos.

Así, pues, el pequeño Hans cultivaba su jardín. En primavera, en verano y en otoño se sentía muy feliz; pero cuando llegaba el invierno y no tenía ni frutos ni flores que llevar al mercado, padecía mucho frío y mucha hambre, acostándose con frecuencia sin haber comido más que unas peras secas y algunas nueces rancias.

Además, en invierno se encontraba muy solo, porque el molinero no iba nunca a verle durante aquella estación.

Entonces el molinero ató unas con otras las aspas del molino con una fuerte cadena de hierro y bajó la colina con la cesta al brazo.

Fue corriendo a su vivienda y sacó la tabla.

Y corrió a coger las preciosas velloritas y a llenar el cesto del molinero.

Y se puso a cavar alegremente: ¡estaba tan contento de tener otra carretilla!

A la mañana siguiente, cuando estaba sujetando unas madreselvas sobre su puerta, oyó la voz del molinero que le llamaba desde el camino. Entonces saltó de su escalera y corriendo al final del jardín miró por encima del muro.

Era el molinero con un gran saco de harina a su espalda.

Y fue a coger su gorra y partió con el gran saco a la espalda.

Era un día muy caluroso y la carretera estaba terriblemente polvorienta. Antes de que Hans llegara al hito que marcaba la sexta milla, se hallaba tan fatigado que tuvo que sentarse a descansar. Sin embargo, no tardó mucho en continuar animosamente su camino y por fin llegó al mercado.

Después de esperar un rato, vendió el saco de harina a buen precio y regresó a su casa de un tirón, porque temía encontrarse a algún salteador en el camino si se retrasaba mucho.

¡Qué día tan duro! se dijo Hans al meterse en su cama. Pero me alegro mucho de haber hecho este favor al molinero, porque es mi mejor amigo y, además, va a darme su carretilla.

A la mañana siguiente, muy temprano, el molinero llegó por el dinero de su saco de harina, pero el pequeño Hans estaba tan cansado, que aún no se había levantado.

¡Bueno, tanto mejor! respondió el molinero dándole una palmada en el hombro, porque necesito que arregles la techumbre de mi granero.

El pequeño Hans tenía gran necesidad de ir a trabajar a su jardín, porque hacía dos días que no regaba sus flores, pero no quiso decir que no al molinero, que era un buen amigo para él.

Se vistió y fue al granero.

Trabajó allí durante todo el día hasta el anochecer, y al ponerse el sol vino el molinero a ver hasta dónde había llegado.

El pobre Hans no se atrevió a protestar, y al día siguiente, al amanecer, el molinero condujo sus carneros hasta cerca de su casita y Hans se fue con ellos a la montaña. Entre ir y volver se le fue el día, y cuando regresó estaba tan cansado, que se durmió en su silla y no se despertó hasta entrada la mañana.

¡Qué tiempo más delicioso tendrá mi jardín se dijo, e iba a ponerse a trabajar, pero por un motivo u otro no tuvo tiempo de echar un vistazo a sus flores; llegaba su amigo el molinero y le mandaba muy lejos a cumplir recados o le pedía que fuese ayudarle en el molino. Algunas veces el pequeño Hans se apuraba mucho al pensar que sus flores creerían que las había olvidado, pero se consolaba pensando que el molinero era su mejor amigo.

Además acostumbraba decirse, va a darme su carretilla, lo cual es un acto de puro desprendimiento.

Y el pequeño Hans trabajaba para el molinero, y éste decía muchas cosas bellas sobre la amistad, cosas que Hans copiaba en su libro verde y que releía por la noche, pues era culto.

Ahora bien; sucedió que una noche, estando el pequeño Hans sentado junto al fuego, dieron un aldabonazo en la puerta.

La noche era negrísima. El viento soplaba y rugía en torno de la casa de un modo tan terrible, que Hans pensó al principio si sería el huracán el que sacudía la puerta.

Pero sonó un segundo golpe y después un tercero, más violento que los otros.

Será algún pobre viajero se dijo el pequeño Hans y corrió a la puerta.

El molinero estaba en el umbral con una linterna en una mano y un grueso garrote en la otra.

Se puso su gran capa de pieles, un gorro colorado muy abrigador, se enrolló su bufanda alrededor del cuello y partió.

¡Qué terrible tempestad se desencadenaba!

La noche era tan negra, que el pequeño Hans apenas veía, y el viento, tan fuerte que le costaba gran trabajo andar.

Sin embargo, él era muy animoso, y después de caminar cerca de tres horas, llegó a casa del médico y llamó a la puerta.

Enjaezó en el acto su caballo, se calzó sus grandes botas y, cogiendo su linterna, bajó la escalera. Se dirigió a casa del molinero, llevando al pequeño Hans a pie detrás de él.

Pero la tormenta arreció. Llovía a torrentes y el pequeño Hans no podía ni ver por dónde iba, ni seguir al caballo.

Finalmente, perdió su camino, estuvo vagando por el páramo, que era un paraje peligroso lleno de hoyos profundos, cayó en uno de ellos y se ahogó.

A la mañana siguiente, unos pastores encontraron su cuerpo flotando en una gran charca y le llevaron a su choza.

Todo el mundo asistió al entierro del pequeño Hans, porque era muy querido. Y el molinero figuró a la cabeza del duelo.

Así es que fue a la cabeza del cortejo con una larga capa negra; de cuando en cuando se enjugaba los ojos con un gran pañuelo.

El pequeño Hans representa ciertamente una gran pérdida para todos nosotros dijo el hojalatero una vez terminados los funerales y cuando la comitiva estuvo cómodamente instalada en la posada, bebiendo vino dulce y comiendo buenos pasteles.

Gritó su ¡pse! a toda voz y, dando un coletazo, se volvió a su agujero.

Y yo comparto absolutamente su opinión.