La iluminación espiritual

Intelectuales y científicos a donde nos conducen

POR: PATROCINIO NAVARRO

Imagen; Intelectuales y científicos a donde nos conducen; Patrocinio Navarro

MENTES PENSANTES

INTELECTUALES Y CIENTÍFICOS

En nuestro mundo, los intelectuales son considerados como pertenecientes a una escala superior de la inteligencia, personas especialmente dotadas para expresar verdades de cuya validez se pretende hacer testigos a la sociedad que se acerca a sus obras. Por ellos muchas personas cambian de opinión sobre la vida, les imitan en sus modos de pensar, incluso de vivir, y defienden como propias las ideas de las que han sido convencidos.

Esto puede tener repercusiones kármicas, especialmente cuando las ideas sean erróneas,
pues los influenciados se atan con el que influencia.

No sucede lo mismo con los sabios, los místicos, o los profetas. Una persona de cultura media hacia arriba tendría ya dificultades para determinar si Buda, Gandhi, Krishnamurti, Isaías, Osorio, Gabriele, por ejemplo, son místicos, sabios o profetas. Sin embargo, ninguno de ellos es un intelectual en el sentido que les conocemos: no son personas conocidas por sus trabajos desde el intelecto. Para esta humanidad, que ha perdido el sentido de lo sagrado en su mayor parte, los intelectuales, al igual que los científicos, son los más dignos de interés y credibilidad. Los otros, sospechosos de sectarios o iluminados en sentido peyorativo.

Excepto para minorías, el interés por la sabiduría, la mística, y no hablemos de la profecía, está cada vez más fuera de su campo de preocupaciones y, por tanto de su vida. Puede decirse que la humanidad actual ha ido perdiendo su interés por los asuntos de su alma y se dedica más y más a su cuerpo y a su intelecto. El culto al cuerpo está al día tanto como el culto al intelecto.

Prevalece en nuestras sociedades una mezcla de agnosticismo, ateísmo, indiferencia, hedonismo, egolatría y otras flores del variado jardín del omnipresente Ego. Y en este proceso ha tenido mucho que ver la evolución de la economía de agraria a industrial, con la disgregación consecuente de las familias tradicionales y de las relaciones naturales ligadas al individualismo que engendra el modo de producción capitalista.

Las comodidades y placeres de la sociedad del consumismo han alejado a muchos de otro tipo de inquietudes más relacionadas con su mundo interior, para centrarse más en el exterior, en el mundo de los sentidos y en sus goces, a lo que ha contribuido en gran medida la existencia de religiones disfrazadas de corderos siendo lobos cuyo juego sucio ha terminado por descubrirse, y ahora muchos huyen de ellas y rechazan todo lo que tenga alguna relación con sus prédicas. Otros, en cambio, luchan ferozmente por sobrevivir cada día de su vida en las más injustas e inhumanas condiciones de pobreza, enfermedades y toda clase de obstáculos para pensar en los valores espirituales ni siquiera en cultivar su intelecto.

El papel de intelectuales y científicos ha sido decisivo durante muchos años, porque unos y otros han venido a decirnos que la vida material es la única existente, contribuyendo con sus diseños de un mundo sin Dios, y sus especulaciones teóricas, al deterioro del pensamiento espiritual del mundo. Y hay que reconocer que han tenido éxito. A medida que pasa el tiempo, un mayor número de personas obedecen a los modelos de vida y pensamiento prefabricados por la sociedad del consumismo. De modo que los imitadores no cesan de crecer. Pero el que imita no es: solo quiere ser; más no ser él mismo, sino ser otro. Por tanto, se halla en conflicto en su interior, dividido y enfrentado a sí mismo y consiguientemente al mundo. Así que viven en conflicto, y quien vive en conflicto no puede tener paz, armonía ni cualquier otro componente espiritual que lleve a la felicidad que cada uno desea.

Los intelectuales no ayudan a resolver el conflicto porque ellos mismos viven en él y de él, y de continuo lo manifiestan con bellas palabras para vender esos conflictos convertidos en productos.

El que quiere ser como uno de esos famosos impuestos por los creadores del marketing mundial, u otro tipo de intelectuales que se dedican a orientar los gustos y modas, nunca podrá alcanzar a ser el otro; por lo tanto, vivirá frustrado, desazonado, y sabiendo más de su modelo que de su propio ser. Ha perdido la maravillosa experiencia de vivirse a sí mismo empeñado en vivir al otro: vive en un vacío existencial, en una mentira. Por eso acepta con facilidad a los mentirosos, ya sea a los políticos que vota, a los jerarcas religiosos de sus iglesias o a cualquier otro fariseo.

Los intelectuales, pretenden ser un modelo de inteligencia, creen saber y por eso se atreven a aparecer en público. Unos son políticos de este o aquel partido y creen tener la solución de los problemas del mundo; otros predicadores de alguna iglesia, creen tener la verdad y se sienten obligados a predicar, hasta aburrir, verdades que su institución no cumple, creyendo que es legítimo forzar las voluntades para hacer conversos. Y la institución manipula las conciencias con dogmas, ritos, y diversos métodos de sumisión en defensa de privilegios terrenales de los que dirigen la institución.

Otros, en fin, escriben en libros o periódicos larguísimas reflexiones sobre esto o lo otro. Unos pretenden arreglar el mundo, otros exponer sus personales frustraciones. Fingen saber, pero ¿quién dice la verdad? Hablar de ellos es hablar de su verdad, pero no de la Verdad. Ellos no creen en la Verdad Absoluta, pues niegan a Dios o lo ignoran, y han preferido instalarse en el mundo de los relativismos. ¿Nos están engañando y son responsables por ello? Rotundamente, sí.

A menudo son criticados los intelectuales, pero esas críticas, dada la consideración en que se les tiene, no puede hacerlas cualquiera: por lo menos ha de estar a su nivel para merecer ser escuchado. Así se suele pensar. Mas ¿de qué nivel hablamos? ¿De su nivel de ingenio, de su nivel cultural, de su preparación técnica, de su capacidad de engatusar para hacer sentir sus palabras como verdaderas?

Todos esos niveles son solo aparentes, y aunque lleguen a decir no dicen, y aunque lleguen a deslumbrar no hay en ellos luz si no se halla en ellos la Verdad.

De no hallarse la Verdad, solo existe el entretenimiento, el juego mental, la complicidad con las ideas que este o aquel expone, sean o no verdaderas, y, por supuesto, la polémica y las envidias entre profesionales del intelecto.

La maestría del intelectual consiste en eso: en hacer creer que lo que dice es cierto, lo crea él o no, (y esto ya lo separa del sabio) con la fluidez de su verbo cuidado con el esmero que un florista sus rosas. Y esto también lo separa del sabio, que desea hacer notar el fondo sobre la forma.

De modo que los intelectuales, más que cualquier otra prueba, han de pasar la de la Verdad. Y aunque consigan hacer creíbles y verdaderas las cosas que solo son producto de su imaginación, su arte de escribir, su ingenio, su cultura o cosas semejantes, si no hay Verdad en todo eso solo son humo, paja y viento. Así sucede que tantos y tantos libros son como bellos vestidos vacíos que llenan estanterías muertas.

La pregunta ahora es: ¿a qué estamos llamando Verdad? Todos los sabios y místicos de la humanidad en todas las culturas y religiones han coincidido en sentir, vivir y luego expresar ideas clave para evolucionar impregnadas de una validez universal.

Sabios muy distantes en tiempo, cultura y geografía han dejado obras como El Tao Te King, El Baghavad Gita, El Dhammapada (O sendero de la Ley), El Kybalion, (exceptuando sus contradicciones y manipulaciones), Las Grandes Enseñanzas Cósmicas de Jesús de Nazaret, y otras de Sus manifestaciones proféticas como Esta es Mi Palabra– enseñanzas de Cristo no reconocidas y perseguidas por el clero. Todos ellos muestran la existencia de verdades universales compartidas, y nos hacen saber que la Verdad con mayúsculas es así exactamente: universal y de origen divino. Lo que diferencia a las religiones no es su porción de verdad, sino la manipulación de los intelectuales religiosos, los teólogos y afines que dirigen las instituciones.

Cuanto más pura es un alma que piensa, más capacidad tendrá de comprender la Verdad con mayúsculas y menos necesita de su verdad o de la opinión de los otros. La Verdad es impersonal, no está adscrita a una religión ni se encierra en el intelecto, porque la Verdad es Dios y todo cuanto Le pertenece. Pero el intelectual, civil o religioso, pretende ser muy personal, porque eso le ayuda con el editor, le da la imagen pública que él desea, y satisface su ego. O le eleva a Papa, según el caso.

La existencia del Ser Supremo, del alma Universal, a la que pertenecemos, y su carácter inmortal; las leyes de la armonía cuerpo mente y espíritu con las leyes divinas y las leyes naturales, el descubrimiento de los centros de conciencia o chakras como centros de recepción y distribución de energía a nuestro cuerpo, la constitución atómica de la materia, todos estos conocimientos procedentes de la sabiduría –y no de la opinión intelectual- han sido los pilares espirituales de la evolución de la humanidad. Todos ellos manifiestan la Verdad una y múltiple, por ello han dado frutos positivos que nos han hecho conscientes de nuestro verdadero ser divino y ayudado mejorar y transformar nuestras vidas.

Llegamos fácilmente a la conclusión de que la común Verdad, vivida predicada y practicada por místicos, profetas y sabios de todos los tiempos: budistas, hinduistas, cristianos, sufís, aunque incidan en distintos aspectos, forma parte de la Verdad Universal, la única posible. Ninguno de esos místicos o sabios iniciaría una guerra de religión contra otro; eso lo hacen los intelectuales religiosos que usurpan la Verdad y montan el aparato religioso, en forma de iglesias, para defender las suyas. Ellos son los que arrastran a los jóvenes a las guerras, a la incertidumbre ante la Verdad, a mentir, a buscar los bienes de este mundo por encima de los espirituales, y a otras degeneraciones que se intentan justificar llevando una doble moral.

Mi verdad, tu verdad, la de cualquiera, es eso, la de cualquiera, la de su ego, la verdad circunstancial y pasajera, pero no la Verdad que permanece, a no ser que vivamos inmersos en la transformación espiritual habiendo elegido un camino que nos aproxime a Dios, fuente de alegría, paz y armonía, tan alejado del Dios Bíblico que predican los clérigos investido de severidad.

Los intelectuales del tipo que sean, como todos los seres humanos, solo pueden expresar los dos tipos de verdad: la verdad inmutable o la verdad mudable; la universal o la personal. La verdad a medias no es una media verdad, sino mera opinión o una mentira tendenciosa disfrazada.

Muy inclinados a ser diferentes a los demás (porque su trabajo será expuesto en el mercado), buscan ser originales, distintos, llamativos, para sobresalir y ser aplaudidos y vendidos sus trabajos. Empujados por la necesidad de satisfacer su ego mental y social y cubrir sus necesidades vitales, los intelectuales trabajan espoleados por estos asuntos. Por tanto, caen fácilmente en la trampa del ego.

Dios nos ha dicho que en sus filas no hay intelectuales, sino hombres de la Verdad, que son los hombres del corazón abierto al bien. ¿Y por qué dirá esto? Porque el intelectual es ante todo mental, reacio a lo espiritual, aunque pertenezca a una religión institucional. Orgulloso, egocéntrico, se manifiesta en posesión de la certeza. Otra cosa es que crea en ella.

Así los hay escépticos, nihilistas, fatuos, obsesivos, pillos, mentirosos, imitadores, vengativos, vendedores de baratijas, oportunistas, y otras especies de hombres de la pluma.

La diferencia entre un intelectual y un sabio es que el intelectual dice lo que piensa- pero no se obliga a vivir según su ello- y el sabio vive como piensa según las leyes divinas. Por ello, las palabras del primero son escurridizas y cambiantes porque giran en torno a su ego mental, a su intelecto. Y el intelecto humano vibra con la frecuencia del Planeta, pero las palabras del sabio son parte de la Ley universal y dejar pasar el infinito a su través, porque vibran con frecuencias más altas que las terrestres.

Si alguna vez tienes la oportunidad de entrar en un almacén de libros, puedes quedarte petrificado ante la inmensidad de escritos que no son más que una mínima parte de los que existen en el mercado. Sin embargo, la humanidad se halla en un grado de retroceso espiritual, pero también mental, que ha superado a todas las épocas.

Hay muchos libros, pero pocas verdades
Muchos intelectuales pero pocos sabios

Tal vez convendría que dejáramos de pensar tanto desde nuestro ombligo- que es siempre pasajero y vivir más desde nuestro corazón espiritual, que es eterno.

Los intelectuales han hecho mucho daño en este terreno, porque se declaran agnósticos, ateos, materialistas, y se ríen abierta o encubiertamente de lo divino. Creen haber superado a Dios, que es algo así como si una ardilla creyese, llena de orgullo por sus propios pensamientos, haber superado la mente universal que hace surgir la naturaleza de su bosque, y después se atreve a mostrarlo para que otros también lo crean así.

Lo que sería preocupante para las demás ardillas es comprobar la motivación de sobresalir que le llevó a aquella a manifestarse. Y lo que es peor: observar que con tanta sabiduría se autodestruyera con alcohol u potras drogas, llevase una vida poco en consonancia con su forma de pensar escrita, fuese internada en un psiquiátrico, o se suicidara, como es el caso de tantos renombrados escritores y escritoras, en cuyas vidas privadas hay mucho más de hiel que de miel.

Todo el mundo goza del libre albedrío divino, y puede hacer decir o pensar lo que quiera, en su vida o en sus libros, incluidos, por supuesto, filósofos, novelistas, poetas, dramaturgos, y toda la variedad de creadores de opinión. Cualquiera de nosotros puede serlo en un entorno que le sea favorable: un padre, una madre, un profesor o profesora, u otros, asumiendo así ante aquellos a los que pudiéramos influir con nuestras opiniones, y por las mismas razones que los intelectuales, una enorme responsabilidad. Una opinión no es una verdad y es muy peligroso fabricar opiniones y venderlas, porque quien lo hace es responsable ante su conciencia y está sometido a la Ley de Causa y Efecto.

El daño que uno pueda hacer a otros con sus pensamientos, desviándoles de su camino o creándole preocupaciones innecesarias para satisfacer sus propias necesidades, por poner dos ejemplos, revertirá sobre él en esta existencia o en otra existencia posterior. El que se deja seducir por influencias de intelectuales religiosos o civiles, también se daña a sí mismo, y se hace responsable de quedar atrapado en la red de pensamientos del seductor. Y este, a su vez, sufrirá daños. El mismo daño exactamente. Por eso hay que tener mucho cuidado con las palabras, y preguntarnos: ¿Qué contienen de aparente verdad del ego y qué de Verdad universal? Porque solo la Verdad Universal nos guía hacia nuestro verdadero ser, que es divino.

La función de los intelectuales es muy peligrosa para ellos y para la sociedad si no habla la sabiduría por su boca o sus escritos. Pero la sabiduría solo habla por boca de los sabios, los místicos y los profetas. A través de Moisés, Dios nos ha transmitido los diez Mandamientos. A través de Cristo, nuestro Redentor y hermano, conocemos el Sermón de la Montaña. Esa es una propuesta de camino evolutivo que pocas personas de buena voluntad rechazarían teóricamente. Otra cosa muy distinta es cumplirlos, pero ahí están como indicadores de libertad. Prestar su voz a la sabiduría de los cielos es la función de los profetas. Iluminar conciencias su objetivo.


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