La iluminación espiritual

El cerebro es un generador prolífico de creencias

LA NATURALEZA DE LAS CREENCIAS

El cerebro es un generador prolífico de creencias sobre el mundo.

Se ha argumentado a menudo que las creencias religiosas son diferentes a las demás búsquedas de conocimiento sobre el mundo. No hay duda de que las tratamos de forma diferente —sobre todo porque, de un discurso ordinario, a la gente se le exige que justifique lo cree—, pero eso no significa que sean más importantes de una forma especial. ¿Que queremos decir con que una persona cree una propuesta dada sobre el mundo? En todas las cuestiones relacionadas con acontecimientos mentales, hay que procurar que la familiaridad de los términos no nos desvíe.

El que empleemos la palabra creencia no nos garantiza que su significado sea uno y generalizado. Me explicaré estableciendo una analogía con la memoria, pues décadas de estudios nos han enseñado que eso a lo que la gente llama fallos de memoria no es algo tan simple, dado que la memoria humana tiene muchas formas. No solo nuestras memorias a largo plazo y a corto plazo son producto de diferentes circuitos neuronales, sino que están divididas en múltiples subsistemas. Por tanto, cuando se habla de memoria sería más acertado decir que se habla de experiencia. Es evidente que debemos ser más precisos con lo que significan los términos relativos a la mente antes de intentar comprenderlos a nivel cerebral.

Podría decirse que hasta los perros y los gatos, al formar asociaciones entre personas, lugares y acontecimientos, creen muchas cosas del mundo. Pero no es esa la clase de creencia la que queremos tocar aquí. Cuando se habla de creencias que la gente cree de forma subconsciente —la casa está infestada de termitas, el tofu no es un postre, Mahoma ascendió a los cielos a lomos de un caballo alado— hablamos de creencias comunicadas y adquiridas lingüísticamente. Creer una proposición dada consiste en creer que representa fielmente algún estado del mundo, lo cual proporciona una comprensión inmediata de la medida sobre la que deben funcionar nuestras creencias.

En concreto, nos revela porqué nunca podemos dejar de sopesar la evidencia y exigir que toda propuesta sobre el mundo sea coherentemente lógica. Y esa medida también es aplicable a cuestiones religiosas. La libertad de credo es un mito (en todo salvo en el sentido legal). Vamos a ver que somos tan libres de creer lo que queramos acerca de Dios como lo somos para adoptar cualquier creencia injustificada sobre ciencia o historia, o para otorgar el significado que queramos a palabras como veneno, norte o cero. Pero todo el que quiera hacerse valer en esa posición no debería sorprenderse si los demás dejamos de escucharlo.

CAPACIDAD DE ACCIÓN

Las creencias como principio de acción.

El cerebro humano es un generador muy prolífico de creencias sobre el mundo. De hecho, la misma humanidad de cualquier cerebro consiste, sobre todo, en la capacidad que tiene para evaluar cualquier nueva verdad que se le propone a la luz de innumerables otras ya aceptadas. El ser humano recurre a intuiciones de verdad y falsedad, a la necesidad de la lógica y de la contradicción, para conformar así una visión privada del mundo coherente en su mayoría. ¿Qué acontecimientos neuronales subrayan este proceso? ¿Qué hace un cerebro para creer que una afirmación dada es cierta o falsa? No tenemos ni idea. Por supuesto, el procesamiento del lenguaje juega un papel importante en ello, pero el reto está descubrir en cómo se las arregla el cerebro para tomar el producto de la percepción, la memoria y el razonamiento y convertirlo en proposiciones individuales que se transforman mágicamente en la misma sustancia de nuestra vida diaria.

Probablemente, lo que produjo la evolución de nuestras facultades cognitivas y sensoriales debió ser la capacidad de movimiento de que disfrutaron ciertos organismos primitivos. Esto se deduce porque sin criaturas que pudieran aprovechar la información que adquieren del mundo, la naturaleza no habría mejorado las mismas estructuras físicas que recogían, acumulaban y procesaban esa información. Hasta un sentido tan primitivo como la visión parece anunciar la existencia de un sistema motor. Si no para conseguir comida, para no convertirte a tu vez en comida, o no caerte por un barranco, y de no ser por esto no parece que tuviera mucho sentido ver el mundo, y no existirían ciertos refinamientos de la visión, como los que se encuentran por todo el reino animal.

Por este motivo, no resulta controvertido decir que todos los estados cognitivos de orden elevado (por ejemplo, las creencias) son de algún modo producto de nuestra capacidad de acción. La creencia ha sido extraordinariamente útil en términos de adaptación al ambiente. Después de todo es creyendo diversas propuestas sobre el mundo como podemos predecir los acontecimiento y calcular las consecuencias probables de cada acto. Las creencias son principios de acción, independientemente de lo que sean nivel cerebral; son procesos mediante los cuales se representa nuestra comprensión (e incomprensión) del mundo y que guían nuestra conducta.

El poder que tiene la creencia en nuestra vida emocional parece ser completo. Seguramente, por cada emoción que se es capaz de sentir hay una creencia que puede invocarla en cuestión de momentos.

Pensemos en la siguiente proposición:

  • Tu hija está siendo torturada lentamente en una cárcel inglesa.

¿Qué es lo que se interpone entre tu persona y el pánico absoluto que semejante proposición despertaría en la mente y el cuerpo de una persona que la creyera? Quizá sea que no tengas una hija, o que la sepas a salvo en casa, o que creas que los carceleros ingleses son conocidos por su amabilidad. Sea cual sea el motivo, la puerta de la creencia sigue sin girar sobre sus bisagras.

La conexión entre creencia y conducta eleva considerablemente los riesgos. Hay propuestas tan peligrosas que el creerlas hasta podría hacer ético el matar a otra persona. Esta afirmación podría parecer extraordinaria, pero se limita a enunciar un hecho corriente del mundo actual. Hay creencias que sitúan a sus partidarios fuera del alcance de cualquier forma pacífica de persuasión, al tiempo que los inspira a cometer contra los demás actos de extraordinaria violencia. De hecho, hay gente con la que no se puede hablar. Si no se les pudiera capturar, y a menudo no se puede, las personas tolerantes podrían verse justificadas para matar en defensa propia. Fue lo que intentó hacer Estados Unidos en Afganistán, y lo que acabaron haciendo otras potencias occidentales, a un precio aún mayor para todos nosotros y para todos los inocentes del mundo musulmán.

Continuaremos derramando sangre en lo que en el fondo es una guerra de ideas.

COHERENCIA LÓGICA

La necesidad de coherencia lógica.

Lo primero que notamos en cualquier creencia es que debe sufrir la compañía de las creencias vecinas. Las creencias están relacionadas entre sí de forma lógica y semántica. Cada una constriñe a otras muchas, al tiempo que es constreñida a su vez. Una creencia como que el Boeing 747 es el mejor avión del mundo implica, por lógica, otras muchas que son tanto básicas (p. ej., Los aviones existen) como derivadas (p. ej., los 747 son mejores que los 757). La creencia de que algunos hombres son esposos exige aceptar la propuesta de que algunas mujeres son esposas, porque los términos esposo y esposa se definen mutuamente.

De hecho, las limitaciones lógicas y semánticas parecen ser dos caras de la misma moneda porque nuestra necesidad de entender el significado de las palabras implica que cada nuevo contexto requiere que cada creencia se vea libre de contradicciones (al menos de forma local). Si con la palabra madre quiero decir lo mismo en un caso y en otro, no puedo creer que mi madre nació en Roma al tiempo que creo que mi madre nació en Nevada. Ambas propuestas no pueden ser ciertas aunque mi madre naciera en un avión que volase a velocidad supersónica. Puede haber algún truco en la afirmación, como que en el estado de Nevada haya un pueblo llamado Roma, o que madre signifique madre biológica en una frase y madre adoptiva en otra, pero esas solo son excepciones que confirman la regla. Para saber de qué trata una creencia dada, hay que saber lo que significan las palabras que la componen; y para saber lo que significan las palabras, mis creencias deben ser consistentes.

No hay forma de escapar a la estrecha relación que existe entre las palabras que empleamos, el tipo de pensamientos que tenemos y lo que creemos cierto del mundo. Las limitaciones de conducta son igual de insistentes. Cuando vamos a cenar a casa de un amigo, no podemos creer que vive al norte de la avenida y al sur de la avenida y luego actuar en función de lo que creemos. Un grado normal de integración psicológica y corporal impide que me vea motivado a ir a dos direcciones opuestas a la vez.

La identidad personal requiere en sí misma una consistencia de ese tipo, pues si las creencias de una persona no son coherentes acabará teniendo tantas identidades como conjuntos de creencias incompatibles derrapen por su cerebro. Por si aún hay alguna duda, imaginemos cuál sería la subjetividad de un hombre que cree haberse pasado el día entero en la cama preso de un resfriado, al tiempo que jugaba una partida de golf, que se llama Jim y se llama Tom, que tiene un hijo y que no tiene ninguno. Multiplica de forma indefinida esas creencias incompatibles y cualquier sensación de que todas ellas pertenecen a un solo sujeto acaba por desaparecer. Hay un grado de inconsistencia lógica que resulta incompatible con nuestra noción de lo que es una persona.

Por tanto, la valía que otorgamos a la consistencia lógica no es misterioso ni está fuera de lugar. Para que mi habla sea inteligible ante los demás —y, de hecho, ante mí mismo—, mis creencias sobre el mundo deben ser mayoritariamente coherentes. Para que mi conducta esté influida por lo que creo, debo creer en cosas que admitan una conducta al menos posible. Después de todo, hay ciertas relaciones lógicas que parecen grabadas en la misma estructura de nuestro mundo.

El teléfono suena... y quien me llama puede ser mi hermano o no serlo. Puedo creer en una propuesta o en la otra—incluso creer que no lo sé—, pero bajo ninguna circunstancia resulta aceptable que crea ambas. Las excepciones a la norma, sobre todo respecto a las reglas de inferencia que nos permiten construir creencias nuevas a partir de las viejas, han sido objeto de debate e investigación.

Pero adoptemos la postura que adoptemos, nadie piensa que el ser humano sea una máquina completamente coherente. Nuestros inevitables fallos de racionalidad pueden tener muchas formas, desde simples inconsistencias lógicas a discontinuidades radicales de la subjetividad. La mayoría de los ensayos sobre autoengaño sugieren que una persona puede creer tácitamente una propuesta, mientras se convence con éxito de su antítesis (por ejemplo mi mujer tiene un lío, mi mujer es fiel), pero sigue habiendo una considerable controversia sobre cómo pueden existir semejantes contorsiones cognitivas.

Los demás fracasos de integración psicológica —desde los pacientes a los que se han separado quirúrgicamente los dos hemisferios cerebrales a los casos de personalidad múltipleson parcialmente explicables por estar funcionalmente separadas las zonas del cerebro donde se procesa la creencia.