La iluminación espiritual

Dos poemas por la paz

UN SUEÑO EN LA CIUDAD TOMADA

A los niños de todas las guerras.

(Las horas pasan y nadie viene)

Un niño palestino con melodioso acento
me pide que pliegue su camisita rota.
La trae roja y quemada con agujeros negros.
Y entre tanto,
me explica con acento melodioso y triste
que no quiere volver a su país en guerra,
que perdió su perro y sus zapatos
y busca a sus padres en la niebla.
Le abrazo muy despacio,
y pliego su camisita roja y quemada.
…Y se marcha en busca de un lugar posible,
de un lugar limpio y con alma
apto para niños que no quieren las guerras,
con su acento dulce y una bandera blanca.

(Las horas pasan, y nadie viene a recoger…)

La niña iraquí de cálido acento
me pide que le indique la salida
de su ciudad ocupada por el miedo;
no puede soportar el grito de las piedras
ni el sollozo de las rosas bombardeadas.
Le indico la salida, la abrazo muy despacio
y se marcha al fin a un lugar posible,
a un lugar limpio y con alma
- apto para niñas que no quieren las guerras-
con su acento cálido y su bandera blanca.

Y pasan otros niños que vienen
arropados por estrellas,
preguntando desde todos los confines
por qué su vida es una maldición inexplicable.
A todos les abrazo quedamente y sin lágrimas
Para no enturbiar su destino,
Y rezo con ellos por su camino.

...Y se marchan uno a uno
a un lugar limpio y con alma,
apto para niños que no quieren las guerras.
Y se marchan uno a uno
Con su tímida bandera blanca
de la mano de su ángel de la guarda.

(Las horas pasan y nadie viene a recoger a estos niños
que empiezan a invadir las arenas bajo todos los escombros de la Tierra).

EL REGRESO DE LOS SOLDADOS

Se marcharon los últimos soldados
soñando con sus novias, sus mujeres, su lecho,
dejando a sus espaldas las tumbas de los niños
con su cartel de madera que huele a fresca resina,
su nombre de caligrafía irregular y temblorosa,
su puñado de tierra y algunas flores
puestas a toda prisa.

Regresaron los últimos soldados
montados en camiones sucios
cantando canciones de sus tierras lejanas,
dejando atrás un llanto que no cesa con lágrimas,
un estupor rotundo clavado en la memoria,
millones de preguntas atravesando insomnios
y un odio aullante en cada piedra.

Pasaban los soldados por caminos antiguos
ahora borrados por sus bombas,
bordeando huertos de matojos oscuros
y tapias derruidas mordidas por obuses.
Se cruzaban a veces con extrañas siluetas
semejantes a humanas, con las manos en alto,
y se daban codazos como chicos traviesos
que acaban de hacer una broma pesada.
Si encontraban muchachas al doblar un recodo
revivían escenas oscuras en casuchas
con gritos y cuchillos perfilando sus cuerpos
para siempre marcados por sus garras.

Regresaban a casa al fin, después de la victoria:
ganada la guerra y la dignidad perdida.

Los perros acuden temerosos
a recibir al dueño de uniforme:
huele a muerte, le ronda la desgracia.
Acuden los hijos a saludar al padre
que olvidó llorar para ser buen soldado,
y también abrazar sin sentir una garra.

Regresó victorioso: la guerra ha terminado.
Los siquiatras tienen su pan asegurado.
De los pobres convertidos en soldados,
Tan solo queda
la vieja pobreza retornada.