Animales como alimento - Sanación

Siguen ignorando muchos de los llamados humanitarios, la inmensa importancia subyacente en el tema de la alimentación los derechos de los animales.

HENRY SALT

LOS ANIMALES

Son la alimentación de los llamados humanitarios.

Es imposible que resulte adecuada o concluyente ninguna discusión del principio de los derechos de los animales que, como siguen ignorando muchos de los llamados humanitarios, ignore la inmensa importancia subyacente del tema de la alimentación. No tenemos por qué preocuparnos gran cosa por el origen del hábito de comer carne. Vamos a dar por supuesto, como hace la teoría que goza de mayor favor, que inicialmente, bajo la presión de la necesidad, mataban animales las tribus migratorias no civilizadas, y que la práctica que así surgió, fomentada por la idea religiosa de la ofrenda de sangre y la propiciación, se perpetuó e incrementó aun después de que hubieran desaparecido las tempranas condiciones de su origen. Lo que es más importante observar es que el hecho mismo de que ese hábito prevalezca ha propiciado que llegue a considerarse una característica necesaria de la civilización moderna, y que esta opinión ha tenido, inevitablemente, un señalado efecto -un efecto sumamente perjudicial- sobre el estudio de la relación moral del hombre con los animales inferiores.

Ahora bien, hay que admitir, creo, que resulta difícil reconocer y afirmar de manera coherente los derechos de un animal que tenemos el propósito de convertir en festín, dificultad que no han podido superar en absoluto, de manera satisfactoria, aquellos moralistas que, mientras aceptan la práctica del consumo de carne como una institución que está más allá de toda crítica, se han mostrado deseosos de hallar una base sólida para una teoría de la condición humanitaria. Extraña contradicción de la conducta -dice el Filósofo Chino de Goldsmith respecto a este dilema-. ¡Sienten piedad y devoran los objetos de su compasión! Hay también otra consideración más que hacer: que la sanción que implícitamente otorgamos a las terribles crueldades que el vaquero y el matarife infligen al inofensivo ganado hacen casi imposible, por paridad de razonamiento, abolir muchos otros actos de injusticia que por todas partes vemos en nuestro derredor, y quienes se oponen a la reforma humanitaria no han tardado en sacar provecho de este obstáculo. De ahí la disposición por parte de muchos autores, que por lo demás muestran humanos sentimientos, a evitar el embarazoso tema del matadero, o a pasar por encima de él con una serie de excusas contradictorias y harto irrelevantes.

Pondré algunos ejemplos. Privamos a los animales de la vida -dice Bentham, en una aplicación deliciosamente ingenua de la filosofía utilitaria- y está justificado que lo hagamos: sus dolores no son comparables al placer que nos proporcionan.

Dentro del programa de la universal providencia -dice Lawrence- han querido ser recíprocos los servicios entre hombre y bestias, y la mayor parte de estas últimas no puede pagar el trabajo y el cuidado humanos de otro modo que mediante la pérdida de la vida.

La alegación de Schopenhauer se asemeja en algo a la anterior: El hombre, privado de la alimentación carnívora, sobre todo en el norte, sufriría más de lo que sufre el animal con una muerte rápida e inesperada. Pero deberíamos mitigar ese sufrimiento con la ayuda del cloroformo.

Hay también el argumento que suele fundamentarse en la supuesta sanción por parte de la naturaleza. Mis escrúpulos -escribe Lord Chesterfield- no podían reconciliarse con esta horrible forma de alimentarse hasta que, tras grave reflexión, llegué al convencimiento de su legitimidad derivada del orden general de la naturaleza, que ha establecido, como uno de sus primeros principios, la depredación sobre el más débil.

Y tenemos por último al temible Paley, que descarta como carente de valor toda apelación a la naturaleza, y se apoya en los mandatos de las Sagradas Escrituras. Un derecho a la carne de los animales. Alguna excusa se antoja necesaria por el dolor y la pérdida que ocasionamos a los animales al restringir su libertad, mutilar sus cuerpos y, finalmente, poner fin a su vida para nuestro placer o conveniencia. Las razones que se alegan para vindicar esta práctica son las siguientes: que al haberse creado diversas especies de animales para comerse unos a otros, es permisible una suerte de analogía para demostrar que la especie humana debía alimentarse a base de ellos... Ante tal razonamiento haría yo la observación de que la analogía que pretende establecerse resulta en extremo débil, ya que los animales no pueden sustentarse de otro modo, y puesto que nosotros sí podemos, ya que la especie humana podría subsistir en su totalidad a base de fruta, legumbres, hortalizas y tubérculos, como de hecho hacen muchas tribus hindúes... Paréceme que sería difícil defender este derecho mediante argumentos proporcionados por el orden natural, y que debemos agradecerlo al permiso que se recoge en las Sagradas Escrituras.

De las citas que acabamos de mencionar, y que podrían ampliarse indefinidamente, resulta claramente que la fábula del lobo y el cordero se repite incesantemente en la actitud de nuestros moralistas y filósofos hacia las víctimas del matadero.

Así puede señalar Humphry Primatt que buscamos por toda la naturaleza y la forzamos en sus partes más débiles y tiernas para arrancarle, a ser posible, cualquier concesión en la que podamos apoyar la apariencia de un argumento.

Mucho más prudente y humano es, sobre este particular, el tono adoptado por autores tales como Michelet, quienes, no viendo modo alguno de escapar a la práctica de la alimentación carnívora, se abstienen al menos de intentar apoyarla con falaces razonamientos. Los animales que están por debajo de nosotros -dice Michelet- tienen también sus derechos delante de Dios. ¡Sombrío misterio, la vida animal! Inmenso mundo de ideas y de mudos sufrimientos! La naturaleza entera protesta contra la barbarie del hombre, que no comprende, que humilla, que tortura a sus hermanos inferiores... ¡Vida... muerte! El diario asesinar que implica alimentarse de animales... esos duros y amargos problemas eran una grave preocupación para mi mente. ¡Miserable contradicción! Esperemos que exista otro globo en el que se nos ahorren las bajas, las crueles fatalidades de éste.

Pero, mientras tanto, sigue siendo cierto el sencillo hecho -que cada día encuentra más y más corroboración científica- de que no existe esa cruel fatalidad que Michelet imaginaba. La anatomía comparada ha demostrado que el hombre no es carnívoro, sino frugívoro, en su estructura natural, y la experiencia ha demostrado que la alimentación a base de carne es totalmente innecesaria para sustentar una vida saludable. La importancia de este reconocimiento más general de una verdad con la que han estado familiarizados en toda época unos cuantos pensadores bien informados, difícilmente se sobreestimará en la relación que tiene con la cuestión de los derechos de los animales. Despeja una dificultad que desde hace tanto tiempo ha aminorado el entusiasmo, o deformado el juicio, de la escuela más humana de moralistas europeos, y hace posible abordar el tema de la relación moral del hombre con los animales inferiores con un espíritu de indagación más imparcial y menos lleno de temores. No es mi propósito en estas páginas abogar por la causa del vegetarianismo. Pero, a la vista de la gran masa de pruebas, fáciles de obtener, de que el transporte y sacrificio de animales van necesariamente acompañados de las más atroces crueldades, y de que un gran número de personas han vivido durante años con buena salud sin recurrir al consumo de carne, hay que decir al menos que omitir esta derivación del tema de la consideración más seria y rigurosa es jugar con la cuestión de los derechos de los animales. Hace cincuenta o cien años quizá existiera alguna excusa para suponer que el vegetarianismo era una simple manía. Pero no existe en la actualidad semejante excusa.

Dos puntos hay de especial significación a este respecto. El primero es que, conforme la civilización avanza, las crueldades inseparables del sistema de sacrificio se han ido agravando, en vez de disminuir, debido tanto a la mayor necesidad de transportar animales a grandes distancias, por mar y tierra, en condiciones de premura y dureza que impiden por lo general toda consideración humana hacia su bienestar, como a los torpes y bárbaros métodos que con harta frecuencia se practican en esos antros de tortura que se conocen como mataderos privados.

El segundo es que también ha aumentado en gran manera el sentimiento de repugnancia que causa entre toda la gente sensible y refinada la visión de la actividad del carnicero, e incluso su mera mención, o el hecho de pensar en ella, de modo que los detalles del repulsivo proceso se mantienen cuidadosamente fuera de la vista y de la mente, en la medida de lo posible, delegándose en una clase de parias que realizan el trabajo que horrorizaría hacer a las personas más delicadas. En estos dos hechos tenemos clara evidencia, primero, de que hay buenas razones para que la conciencia pública, o en todo caso la conciencia humanitaria, se inquiete por cuanto concierne al sacrificio del ganado y, segundo, que esta inquietud ya se ha desarrollado y manifestado en gran medida.

El argumento común, que adoptan muchos apologistas del consumo de carne, o de la caza del zorro, según el cual el dolor que se inflige al matar a los animales está más que compensado por el placer que han gozado durante su vida, ya que de otro modo no hubieran existido siquiera, es más ingenioso que convincente, ya que no es en rigor nada más que la vieja y conocida falacia que ya hemos comentado: el arbitrario truco de constituirnos nosotros en portavoces e intérpretes de nuestras víctimas. Mr. E.B. Nicholson es por ejemplo de la opinión de que podemos estar bien seguros de que si [el zorro] fuese capaz de entender y dar respuesta a la pregunta, elegiría la vida, con todos sus riesgos y penalidades, a la no existencia sin ellos. Desgraciadamente para la solidez de esta suposición sospechosamente parcial no hay ningún caso registrado de que esta extraña alternativa se haya sometido nunca a ningún zorro ni a ningún filósofo, de modo que habría primero de establecerse el precedente para basar en él un juicio. Entre tanto, en vez de cometer el grosero absurdo de hablar de la no existencia como estado bueno o malo, o de algún modo comparable a la existencia, mejor haríamos en recordar que los derechos de los animales, si los admitimos en absoluto, han de empezar con el nacimiento de los animales en cuestión, y pueden solo terminar con su muerte, y que no podemos evadirnos de las responsabilidades que en justicia nos corresponden mediante esas sofísticas referencias a una imaginaria decisión prenatal en un imaginario estado prenatal.

El más nocivo efecto de la práctica carnívora, en su influencia sobre el estudio de los derechos de los animales en los actuales tiempos, es que estultifica y degrada la razón de ser misma de innumerables miríadas de seres: trae a éstos a la vida sin mejor finalidad que negarles el derecho a vivir. Ocioso resulta apelar a la mortífera guerra que vemos en algunos aspectos de la naturaleza salvaje, donde el animal más débil es a menudo presa del más fuerte, puesto que allí (aparte del hecho de que la cooperación modifica en gran medida la competición) las razas más débiles viven al menos su vida propia y tienen su oportunidad en el juego, mientras que las víctimas de los carnívoros humanos son criadas y cebadas, y destinadas desde el primer momento a la final matanza, de forma tal que todo su modo de vida se ve desvirtuado de su natural norma, y apenas son más que filetes, piernas o jamones animados. Y esto, yo sostengo, es una flagrante violación de los derechos de los animales inferiores, derechos que comienzan a ser percibidos por la conciencia más humana de la humanidad. Muy bien se ha dicho que tener a un hombre {esclavo o siervo) meramente para tu propia ventaja, o tener a un animal al que puedas comerte, es una mentira. No puedes mirar a ese hombre o animal a la cara.

Que quienes son conscientes de los horrores que implica la matanza, y asimismo de la posibilidad de una dieta sin carne, piensen que basta con oponer el permiso de las Escrituras como respuesta a los argumentos de los reformadores de la alimentación, es un ejemplo del extraordinario poder de la costumbre para cegar la vista y el corazón de personas por lo demás humanas. Cito el siguiente pasaje de Súplica de Clemencia para los Animales, como ejemplo típico de esa especie de perversión del sentimiento a la que aludo. No solo en la supersticiosa India -dice el autor, cuyas ideas de lo que constituye superstición parecen ser más bien confusas- sino también en este país, hay vegetarianos y otras personas que ponen objeciones al uso de alimentos animales, y no únicamente por motivos de salud, sino porque implican el uso de un poder al que el hombre no tiene ningún derecho. Ante tales afirmaciones no tenemos más que oponer el claro permiso del divino Autor de la vida. Pero ese permiso sin matices no puede nunca sancionar que se inflija innecesario sufrimiento.

Pero si puede prescindirse del consumo de carne mismo, ¿cómo cabe argumentar que el sufrimiento, que es inseparable de la matanza, pueda ser también otra cosa que innecesario? Confío en que la causa de la humanidad y la justicia (que no clemencia ) para con los animales inferiores no se vea retardada por objeciones sentimentales y supersticiosas de este estilo.

La reforma de la dieta será sin duda lenta, y en el caso de muchos individuos estará llena de dificultades y retrocesos. Pero al menos establece que hay algo que incumbe a todos los pensadores humanitarios: que cada cual debe llegar a alguna conclusión satisfactoria respecto a la necesidad, la necesidad real, del consumo de carne, antes de llegar a ninguna conclusión intelectual sobre el tema de los derechos de los animales. Es fácil de ver que, conforme se discuta más y más la cuestión, el resultado será cada vez más decisivo. Con independencia de cuál sea mi práctica -escribe Thoreau- no me cabe la menor duda de que forma parte del destino de la raza humana, en su gradual mejoramiento, dejar de comer animales, del mismo modo que en las tribus salvajes han dejado de comerse los unos a los otros al entrar en contacto con los más civilizados.