La iluminación espiritual

Por la paz contra la guerra

POR: PATROCINIO NAVARRO

Imagen; Por la paz contra la guerra; Patrocinio Navarro

Los dolores del mundo

En su libro Los dolores del mundo, Schopenhauer expone las siguientes y aterradoras frases: Por naturaleza el egoísmo carece de límites. El hombre no experimenta sino un deseo absoluto: conservar su existencia, liberarse de todo dolor, hasta de toda privación…. todo obstáculo que surge entre su egoísmo y sus apetitos excita su malhumor, su cólera, su odio; es un enemigo que es menester aplastar… Todo para mí, nada para los demás es su divisa…. el egoísmo es colosal, no puede contenerle ni el universo entero. Porque si a cada cual se le diera a elegir entre el aniquilamiento del universo y su propia pérdida no quiero decir qué contestaría…. Hasta las grandes conmociones de los imperios son consideradas de improviso desde el punto de vista de su interés, por ínfimo, por lejano que pueda ser.

El campo de batalla de nuestra mente ( un recuerdo para Arjuna en el campo de batalla simbólico narrado en el Bhagavad Gîta) es el secreto lugar donde en primer término suceden las guerras, donde nuestros pensamientos convertidos en misiles de energía tan sutil como venenosa se dirigen contra vecinos, compañeros, familiares, amigos…Estas son las particulares batallas que tanto tiempo, esfuerzos y hasta salud nos detraen a diario y cuya carga ponzoñosa, convertida de tal modo en madre de todas las guerras, crea las condiciones sin las cuales sería imposible llevarlas a cabo en cualquier parte del mundo, pues el odio se internacionaliza, se ramifica y acaba por descargar su mortífero equipaje allá donde existe alguna energía igual o semejante. Esta es una ley de la energía universal.

Si existieran guerras justas, o el odio fuese justo, no tendría sentido alguno el Mandamiento No debes matar, todo el mundo convendría que matar a otro es natural y no tendría por qué originar a nadie problemas de conciencia. Pero resulta que existe la conciencia de la que nace esa repugnancia normal a matar, esa ley espiritual íntima que no admite justificaciones ni excepciones. Nadie tiene licencia justificada –por legal que se pretenda- para matar (guerrear, ejecutar, asesinar, etc.) con o sin esas excusas absurdas del uniforme, la obediencia o el deber, porque la vida es el mayor valor a defender, un valor universal y un derecho a poseer que no depende de gobiernos ni de instituciones humanas, y, para un creyente, algo sagrado. La guerra es ilegítima: no existen guerras justas. Toda guerra no es otra cosa que un asesinato masivo de la peor especie, por ser un crimen fría y milimétricamente programado; una confrontación cruel e inútil que nunca ha resuelto nada excepto cuotas de mayor poder, riquezas y prestigio para individuos de la peor especie y sus gobiernos que las promueven. Y dado que toda guerra es un asesinato masivo, cada soldado, su ejecutor, no es otra cosa que un asesino, da igual el argumento legal. Cristo nos dio un nuevo paradigma: Ama como tú mismo quieres ser amado, incluyendo a tus enemigos, paradigma revolucionario opuesto al ojo por ojo que nos puede dejar ciegos a todos al decir de Gandhi, ese otro gran pacifista. A través de la exhortación de Cristo es el amor, y no el odio, lo que nos hace más divinos, y menos humanos, más próximos a la idea del superhombre de Nietzsche y más lejos del cavernícola. Es el amor y no el odio lo que puede liberarnos de la pesada carga que supone ser responsable de la muerte de otro, muerte que juzga nuestra conciencia antes o después desde la ley universal, tan por encima de las leyes humanas y sus jueces y picapleitos.

¿Y cómo es la guerra para los comúnmente llamados cristianos, tales como los católicos y sus iglesias hijas? Estos hablan de guerras justas, y el Vaticano es uno de los mayores defensores de esta idea, lo que le evita pronunciarse contra los genocidios llevados a cabo por sus amigos. ¿Cómo calificar este silencio culpable del mundo llamado cristiano para vergüenza del propio cristianismo y del Maestro de maestros? Difícil de comprender para una mentalidad parroquial del siglo pasado? ¿Es que acaso no existen cristianos entre los gobernantes, los militares, los diplomáticos, los periodistas que incitan a la guerra o la justifican? ¿No existen seguidores de Cristo en las iglesias que se llaman cristianas ni entre los soldados que empuñan armas? Es difícil creer que existan. ¿Acaso el cristianismo no exige ser pacifista y denunciar los asesinatos que se cometen hasta en nombre de Dios, como se hace en las yihad, en las cruzadas, en las guerras llamadas justas o como quiera que se les bautice? ¿Por qué callan el Vaticano y las jerarquías de las otras iglesias? Prefieren esperar, tal vez, para lamentar luego el número de muertes, protestar plañideramente contra la violencia en abstracto, y celebrar solemnes misas de difuntos soldados oficiadas, eso sí, por un capellán militar con grado de oficial para que el soldado arropado con la bandera patria tenga mayores garantías en los otros mundos.

Y si ahora dirigimos la vista al campo de los intelectuales, no es menor nuestra vergüenza al comprobar con qué miserables argumentos justifican tantos la necesidad de la guerra en tales o cuales condiciones, gentes cuya privilegiada cultura y supuesta sensibilidad para los que toda violencia debiera ser algo abominable en lugar de algo defendible. Cuando uno se encuentra con ellos en la prensa o se percata de su silencio cómplice resulta difícil creer que son los mismos tipos que suelen hablar bien de Buda, Sócrates, Tolstoi, Gandhi, Lutero King, Krishnamurti, y, por supuesto, del propio Cristo y de todos los seres luminosos que han conferido a la humanidad directrices para el desarrollo de su conciencia y de su dignidad. Uno se pregunta cómo tantos de esos intelectuales, gentes cuyo oficio es la reflexión y el uso de la palabra, puedan ser seducidos en el mejor de los casos (en el peor, comprados o acobardados), hasta el extremo de mostrar esta esquizofrenia que les lleva a mostrarse compungidos por los que mueren en el bando de los pobres mientras apoyan con argumentos de colegial a los que matan del bando de los ricos. En su aparente ingenuidad de buenos chicos disfrazados de periodistas, locutores, profesores, técnicos de propaganda, etc. juegan a creer dividido el mundo en bandos de buenos y malos, a pensar que la guerra resulta indispensable para la paz llegado el caso, que es el mismo caso que defienden sus amigos, los organizadores y patronos en tantos casos.

Si la hipocresía no fuera la reina de todos los vicios sociales y la pantalla de todos los egoísmos, no podríamos explicarnos la existencia de esta corte de los milagros mundial que constituyen tanto los falsos cristianos como los hipócritas y cobardes intelectuales.

Cuando la presente humanidad, sujeto por sujeto, superemos este difícil ejercicio de mirar el universo desde la ventana de nuestro ombligo, nos esperan duras batallas que nos han de llevar a realizar finalmente esos modelos de pensamientos y comportamientos correspondientes a una humanidad espiritualmente evolucionada, socialmente convivencial, económicamente justa, internacionalmente pacífica y políticamente participativa, que es lo único que nos pude liberar de estos modelos de pensamiento anclados en el pasado y plagados de etiquetas opuestas para conducir rebaños hacia catástrofes de esas que se llaman de consecuencias inimaginables hacia las que estamos abocados hoy de no poner remedio.


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