La iluminación espiritual

Uno solo es vuestro Maestro

CÓMO ORAR

Jesús, el Maestro de la oración.

Si queréis sacar el fruto que esperáis obtener, debéis dedicarle mucho tiempo a la oración. Y, si queréis orar como es debido, debéis saber cómo hacerlo. ¿Cómo hay que orar? Esta es una pregunta que los apóstoles le hicieron a Jesús. Y el propio Jesús les enseñó lo que tenían que hacer para orar. Lo cual es una suerte para nosotros, porque también nosotros podemos aprender de él el modo de orar. No hay mejor maestro que Jesús en el arte de la oración; de hecho, para los cristianos no hay otro maestro.

En Lc 11 leemos: Estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: Maestro, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos. Los apóstoles supieron recurrir directamente al Maestro cuando quisieron aprender a orar. Os aconsejo que hagáis lo mismo. De hecho, ningún hombre podrá enseñaros a orar. Yo, desde luego, no me considero capaz. Ojalá que las charlas que os dé a lo largo de estos días os sean de utilidad para vuestra vida de oración; pero, tarde o temprano, habréis de topar con dificultades que ningún maestro del mundo podrá resolver por vosotros, y tendréis que poder cada uno de vosotros recurrir directamente a Jesús y decirle: Señor, enséñame a orar. Y él resolverá vuestras dificultades y os guiará personalmente. Por eso os aconsejo desde el principio que, cuando topéis con esas dificultades y os resulte arduo seguir adelante, os volváis a Jesús y le digáis: Señor, enséñame a orar. Decídselo una y otra vez; decídselo durante todo el día, si es necesario. Decídselo sin tensiones ni ansiedades de ningún tipo, tranquilamente, con la firme esperanza de que él habrá de enseñaros, como, de hecho, lo hará. Ésta es, pues, la primera respuesta a la pregunta ¿Cómo orar?: acudid a Jesús y pedidle que os enseñe a hacerlo. Así aprenderéis a orar.

Oración centrada en Dios

Sigamos con el anterior pasaje evangélico y veamos qué enseñanza ofrece el Señor sobre la oración. Él les dijo: Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu nombre; venga tu Reino... Ya en estas palabras nos enseña Jesús algo sobre la oración: nos enseña a comenzar, no por nosotros mismos, sino por el Padre; no por nuestros intereses y necesidades, sino por su Reino. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura (Mt 6,33). La oración de Jesús, como toda su vida, era, esencialmente, una oración centrada en Dios. Hoy hablamos de él como del hombre para los demás, como en realidad lo fue; pero fue aún más el hombre para su Padre.

Los evangelios hacen ver con toda claridad que la verdadera gran obsesión en la vida de Jesús no es la humanidad, sino su Padre. Y nosotros solo seremos sus hermanos y hermanas si hacemos la voluntad de su Padre. A Jesús no le interesa tanto que le digamos: ¡Señor, Señor!, sino que hagamos la voluntad de su Padre, como él mismo hizo. (De hecho, lo que verdaderamente le obsesiona es lograr hacer de todos nosotros amantes y adoradores del Padre, como él lo fue). Nos gusta pensar que fue por amor por lo que se encaminó a su Pasión, y así fue en realidad. Pero conviene que caigamos en la cuenta de que, con todo el amor que nos tenía, la idea de padecer aquella Pasión le repugnaba; no quería padecerla; lo único que le hizo afrontarla fue su Padre: Padre, aparta este cáliz de mí; no lo quiero; pero, si es tu voluntad, lo tomaré... El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado. Levantaos. Vámonos de aquí (Jn 14,31).

Ésta es, pues, la primera lección que Jesús nos da cuando nos enseña a orar. Nos enseña a comenzar por Dios, a interesarnos por que venga su Reino, por que sea glorificado su nombre, por que se haga su santa voluntad en todas partes... Y ésta es una de las razones por las que falla nuestra oración: por estar demasiado centrada en el yo, demasiado centrada en el hombre. Hemos de salir de nosotros mismos y centrarnos en Dios y en su Reino.

PPero Jesús también nos enseña a orar por nosotros mismos. No nos recomienda esa falsa especie de santa indiferencia de quien dice: Yo no me preocupo de mí en lo más mínimo: todas mis necesidades las dejo en manos de Dios. ¡No, señor! Jesús no dice nada de eso. Debemos tener la humildad de aceptar el hecho de que tenemos necesidades, incluso necesidades materiales, y pedir a Dios que las satisfaga. Jesús nos manda pedir tres cosas para nosotros mismos: el pan de cada día (¡pan, no caviar!), el necesario vigor espiritual y el perdón de los pecados.

La vida, el amor, la realidad, Dios

Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar Maestros, Porque uno solo es vuestro Maestro. Y vosotros sois todos hermanos. Mt 23.8

Podrás conseguir que alguien te enseñe cosas mecánicas, científicas o matemáticas, como el álgebra, el inglés, el montar en bicicleta o el manejar un ordenador. Pero en las cosas que verdaderamente importan -la vida, el amor, la realidad, Dios...- nadie puede enseñarte nada. A lo más, podrán darte fórmulas. Lo malo de las fórmulas, sin embargo, es que la realidad que te proporcionan viene filtrada a través de la mente de otra persona. Si adoptas esas fórmulas, quedarás preso de ellas, te marchitarás y, cuando mueras, no habrás llegado a saber lo que significa ver por ti mismo, aprender.

Míralo de esta manera: probablemente, ha habido momentos en tu vida en los que has tenido una experiencia que sabes que habrás de llevarte contigo a la tumba, porque eres completamente incapaz de encontrar palabras para expresarla. De hecho, ningún lenguaje humano posee palabras con las que poder expresar exactamente lo que has experimentado. Piensa, por ejemplo, en la clase de sentimiento que te ha invadido al contemplar el vuelo de un ave sobre un idílico lago, o al observar una brizna de hierba asomando por la grieta de un muro, o al escuchar el llanto de un niño en mitad de la noche, o al percibir la belleza de un cuerpo humano desnudo, o al contemplar un frío y rígido cadáver en su ataúd... Podrás tratar de comunicar dicha experiencia valiéndote de la música, de la poesía o de la pintura, pero en el fondo sabes que nadie comprenderá jamás exactamente lo que tú has visto y sentido. Eso es algo que te resulta absolutamente imposible de expresar, y mucho menos de enseñar. a otro ser humano.

Pues bien, eso es exactamente lo que un Maestro siente cuando le pides que te instruya acerca de la vida, o de Dios, o de la realidad... Lo más que puede hacer es proporcionarte una receta, una serie de palabras ensartadas en una fórmula. Pero ¿para qué sirven esas palabras? Imagínate a un grupo de turistas en un autobús. Las cortinillas están echadas, y ellos no pueden ver, oír, tocar u oler absolutamente nada del extraño y exótico país que están atravesando, mientras el guía no deja de hablar, tratando de ofrecerles lo que él considera una vívida descripción de los olores, sonidos y objetos del exterior. Lo único que los turistas experimentarán serán las imágenes que las palabras del guía originen en sus mentes. Supongamos ahora que el autobús se detiene y el guía les indica que salgan afuera, mientras les da una serie de fórmulas acerca de lo que pueden esperar ver y experimentar. Pues bien la experiencia de los turistas estará contaminada, condicionada y deformada por dichas fórmulas, y ellos percibirán, no la realidad en sí, sino la realidad tal como ha sido filtrada a través de las fórmulas del guía.

Mirarán la realidad selectivamente, o bien proyectarán sobre ella sus propias fórmulas, de manera que lo que verán no será la realidad, sino una confirmación de sus fórmulas.

¿Hay alguna forma de saber si lo que estás percibiendo es la realidad? Hay al menos un indicio: si lo que percibes no encaja en ninguna fórmula, ni propia ni ajena; si, sencillamente, no puede expresarse con palabras. Entonces, ¿qué pueden hacer los maestros? Pueden hacerte saber lo que es irreal, pero no pueden mostrarte la realidad; pueden echar abajo tus fórmulas, pero no pueden hacerte ver lo que las fórmulas pretenden reflejar; pueden desenmascarar tu error, pero no pueden ponerte en posesión de la verdad. Pueden, a lo más, apuntar en dirección a la realidad, pero no pueden decirte lo que ven. Tendrás que aventurarte y descubrirlo por ti mismo.

Aventurarse significa, en este caso, prescindir de toda fórmula, tanto si te la han proporcionado otros como si la has aprendido en los libros o la has inventado tú mismo a la luz de tu propia experiencia. Esto es, posiblemente, lo más aterrador que puede hacer un ser humano: adentrarse en lo desconocido sin la protección de ningún tipo de fórmula o receta. Ahora bien, prescindir del mundo de los seres humanos, tal como hicieron los profetas y los místicos, no significa prescindir de su compañía, sino de sus fórmulas. Y entonces, eso sí, aun cuando estés rodeado de personas, estarás verdadera y absolutamente solo. ¡Pero qué imponente soledad! La soledad del Silencio. Un Silencio que será lo único que veas. Y en el momento en que veas, renunciarás a todo tipo de libros, guías y gurús.

Pero ¿qué es exactamente lo que verás? Todo, absolutamente todo: una hoja que cae del árbol, el comportamiento de un amigo, la superficie rizada de un lago, un montón de piedras, un edificio en ruinas, una calle atestada de gente, un cielo estrellado..., todo. Una vez que hayas visto, puede que alguien intente ayudarte a expresar tu visión con palabras, pero tú negarás con la cabeza y dirás: No, no es eso, eso es simplemente una fórmula más... Puede también que algún otro intente explicarte el significado de lo que has visto, y tú volverás a negar con la cabeza, porque el significado es una fórmula, algo que puede verterse en conceptos y tener sentido para la mente pensante, mientras que lo que tú has visto está más allá de toda fórmula, de todo significado. Y entonces se producirá en ti un extraño cambio, difícilmente perceptible al principio, pero radicalmente transformador. Y es que, una vez que hayas visto, ya no volverás a ser el mismo, sino que sentirás la estimulante libertad y la extraordinaria confianza que produce el hecho de saber que toda fórmula, por muy sagrada que sea, es inútil; y nunca más volverás a llamar a nadie maestro.

En adelante, y a medida que observes y comprendas de nuevo cada día todo el proceso y el movimiento de la vida, ya no dejarás de aprender, y todas las cosas sin excepción serán tus maestros. Desecha, pues, tus libros y tus fórmulas, atrévete a prescindir de tu maestro, sea quien sea, y mira las cosas por ti mismo. Atrévete a fijarte, sin temor ni fórmula alguna, en todo cuanto te rodea. y no tardarás en ver.