Historia de un milagrero - Cuento
Había una vez un milagrero que decidió recorrer el mundo para enseñar la Paz. Así que sanó a todo enfermo que le salió al paso, sin cobrar un céntimo.
CARMELO URSO
EL MILAGRERO
Había una vez un milagrero que decidió recorrer el mundo para enseñar la Paz. Así que sanó a todo enfermo que le salió al paso, sin cobrar un céntimo por ello –aunque sin experimentar Paz.
Libró a los endemoniados de sus demonios –pero sin comprender qué diablos era la Paz. Caminó sobre mares y ríos, apaciguó tormentas –pero ningún milagro calmó las agitadas aguas de su Alma ni le ayudó a hallar la senda de la Paz. Convirtió agua en vino, mirra en oro, oro en mirra –sin saber cómo transformar su angustia en Paz.
Un día, tras muchos afanes, llegó a la siguiente conclusión:
¡En mis portentos no hallo el milagro de la Paz!
Entonces, el sanador no sanado recordó las palabras de su Salvador personal, un mago que lo había curado años atrás de la lepra y cuyo nombre no sabía ni recordaba: Detrás de cada milagro hay una ilusión… ¡y cada uno de nosotros es un milagro!.
De lo cual dedujo el milagrero:
La Paz se esconde justo detrás de cada milagro, en el centro de toda ilusión: unos y otros deben ser dejados atrás, para que lo inexpresable pueda al fin ser expresado. Así que un día dejó de lado el anhelo de aprender qué era la Paz. Dejó de lado todo anhelo de aprender –pues, ¿qué más podía aprender alguien que era capaz de sosegar tifones, sanar enfermos con un toque de sus manos y transformar la bosta de vaca en oro?
- También dejó de hacer milagros.
- Dejó de hacer. ¡Hasta dejó de dejar!
- Y en ese instante… ¡empezó a Ser!
- Y en el Ser ya no había necesidad de ilusiones ni milagros.
- En el Ser sobraba el hacer. Y así –al fin- halló la Paz.
- La Paz estaba allí –donde no había ningún allí.
- La Paz transcurría en un instante exento del más mínimo instante.
- La Paz se podía aprender… ¡pero no se podía transmitir a otros!
Sin embargo, y tal como le mostraba su propia experiencia, la única forma de aprender la Paz era enseñándola: pues ésa era la máxima expresión de Amor de la que era capaz un ser humano hacia sí mismo. Porque amar al prójimo cada segundo del día es la única manera de despejar los obstáculos que nos separan del Amor hacia nosotros mismos...
Así, continuó enseñando lo no enseñable: vertió –sin reservas- ese infinito caudal de Amor que manaba de sí mismo; sació la sed del sediento, devolvió la salud al desahuciado… ¡y siguió haciendo esos milagros que tanto entretenían e ilusionaban a sus semejantes!