La gran verdad de las cosas simples - Sencillez

Aquellas pequeñas cosas que el viento arrastra allá o aquí, que te sonríen tristes y hacen llorar cuando nadie nos ve. Pequeñas, pero son importantes.

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Una segunda oportunidad

Comencé a practicar karate hace casi veinticinco años. Lo que soy como deportista, lo que soy como persona se lo debo seguramente y en gran medida a los años en los que me formé como karateka. Y pienso sinceramente que algo intenso debe transmitir este arte cuando tantos grandes deportistas que conozco y que han vestido antes un karategui durante años, se identifican así mismos como karatekas antes que como deportistas aunque lleven diez años montando en bicicleta o corriendo. Pienso también que esta formación, esta experiencia no puede extrapolarse de las personas que te rodean, esas personas que comparten sudor y esfuerzo y que de alguna manera son los co-protagonistas de la película de la vida que nos ha tocado vivir. Mis compañeros, aquellos que durante años fueron testigos de la madurez y progresión del niño al hombre forman parte de una estirpe de karatekas con nombres y apellidos que aún hoy perdura en la figura de los que están y también de los que no: Yoshiho Hirota, Deogracias Medina, Felix Carcasona, Santi Cerezo… ídolos de la niñez que compartían espacio en mis ilusiones junto con todos aquellos compañeros de entrenamiento a los que no nombraré por no olvidarme ningún nombre, -vosotros sabéis bien quienes sois-.

Pero un nombre destaca entre todos ellos por haber estado de alguna manera unido a mi en diferentes etapas de mi vida de forma intensa o bien de forma expectante pero siempre presente: Carlos Fernández. La persona que seguramente sin saberlo, puso los cimientos que harían que años después pusiera a prueba mis límites físicos y psíquicos cruzando desiertos, nadando o corriendo maratones. Las diferentes secuencias que posteriormente fueron de forma sucesiva apareciendo en mi vida, tienen que ver siempre de una u otra forma con aquellos años en los que simplemente entrenar era lo esencial, en que eso era lo verdaderamente importante.

Tras estas idas y venidas, la vida me llevó a ser formador, a buscar el por qué ocurren las cosas dentro de nuestro cuerpo y a formar parte de equipos multidisciplinares de médicos, preparadores físicos, entrenadores de diferentes disciplinas… y a crear programas de salud en unidades pioneras como lo es la Unidad de Medicina del Deporte del Hospital Quirón en Barcelona. He escrito más de doscientos artículos sobre salud y hábitos correctos de vida en los últimos diez años en revistas especializadas y periódicos nacionales, asesoro a diversas empresas del sector médico y de la salud, imparto cursos y conferencias sobre control del estrés, entrenamiento… y he participado en varios libros en los que el nexo común es la salud. Mi último libro -que espero publicar antes de que finalice el año- se titula: Más sano, más ágil, más tiempo, una reflexión sobre como nos cuidamos, sobre lo que hacemos con nuestra vida y lo que en realidad deberíamos hacer y sobre todo un análisis de lo que hacemos mal. Me refiero a lo mal que comemos, a lo perjudicial que es fumar, a lo negativo que es el estrés y como afecta a nuestro organismo, a lo bien que gestionamos los peligros a corto plazo (como cruzar el semáforo en rojo) y sin embargo, lo mal que gestionamos los peligros a largo plazo y que son potencialmente igual de peligrosos: fumar, tener sobrepeso o colesterol, no controlar la hipertensión o comer basura en vez de comida.

No recuerdo en mi vida más de tres días seguidos sin correr, nadar, hacer karate, hacer pesas o ir en bicicleta. Es mi forma de vivir, algo que se complementa con una ausencia absoluta de tabaco o alcohol y con unas costumbres nutritivas lo mas sanas posibles; mis amigos dicen que soy un poco extremista, y creo firmemente que es bueno en mi sector de trabajo que haya algún extremista entre tantos tonos de gris: alguien que de verdad sea capaz de defender que algo es blanco o negro independientemente de lo que opinen los demás.

Sin embargo, es cierto que los grandes enemigos son aquellos que mejor se esconden, los que te atacan a traición y por sorpresa. Aquellos a los que sientas a comer a tu mesa y que duermen entre tu mujer y tu sin que te des cuenta… por eso aquella mañana del once de marzo, mientras me afeitaba dispuesto a dar un curso en Valencia, mi corazón y mi cabeza (sobretodo mi corazón), no daban crédito a lo que estaba pasando: de pronto sentí como si el suelo se inclinara y caí de golpe hacia mi lado derecho. Tres segundos después, mi brazo derecho y mi pierna derecha estaban literalmente muertos… intenté llamar a mi mujer, pero mi boca no pronunciaba palabras sino un balbuceo ininteligible y era incapaz de pronunciar la frase que mi cerebro construía. Si la situación ya era de por si dramática, el pánico fue mayor ante la seguridad y certeza de lo que me estaba sucediendo: un ictus o infarto cerebral. Las horas siguientes sucedieron como a cámara lenta: la llegada a urgencias, las palabras del médico del 061 gritando ¡código Ictus!, el scanner y el TAC que no harían más que confirmar lo que ya sabía y mi ingreso con los brazos llenos de catéteres… son sensaciones que sentía como un mero espectador. ¿De qué manera podía explicarse que un hombre de 37 años, sin colesterol, sin sobrepeso, no fumador y deportista pudiera ser agredido por una patología que suele aparecer bien entrados los 60 años?. Diez horas antes estaba nadando 2.500 mts en el gimnasio…

Tras el ingreso y el impacto psicológico de afrontar que tal vez podían pasar muchos meses hasta recuperar parte de la movilidad de mi lado derecho y el habla, durante la noche mi cabeza no paraba de dar vueltas a preguntas sin respuesta: ¿cómo?, ¿por qué?... mientras mi corazón me decía que habían muchas posibilidades de que nada volviera a ser ya de la misma forma, que mi vida ya no sería jamás la vida que yo recordaba. Lamentablemente, trabajar en un entorno eminentemente médico, me ha ido dando con los años, la suficiente información como para evaluar la verdadera magnitud de lo que había pasado. De hecho, un gran tanto por ciento de los accidentes cerebro vasculares son mortales y otro gran porcentaje arrastra secuelas como la ceguera, la inmovilidad de un lado del cuerpo o dificultades para hablar o incluso tragar o respirar.

Pero esa noche, en la que conciliar el sueño fue absolutamente imposible, transcurrió intentando hablar y hacer trabalenguas e intentando seguir el ritmo de una música imaginaria tensando mis manos, mis cuadriceps, mis pectorales y mis hombros, ante la certeza clínica de que reconstruir los circuitos sinápticos (la forma que tienen las neuronas cerebrales para comunicarse entre sí de forma eléctrica) era lo que me devolvería la funcionalidad motriz necesaria como para comenzar la recuperación lo antes posible. Aunque lo cierto -algo que los neurólogos no hubieran seguramente entendido nunca- es que me pasé toda la noche reconstruyendo katas de forma mental. Creo que debí hacer cientos de katas durante esa noche e incluso intenté ir moviendo mis brazos y piernas para reproducirlos, tal y como hacía en los dos minutos previos a una competición. Esos recuerdos, esas conexiones neurales que nosotros llamamos katas, fueron desempolvadas y fueron enviando estímulos ricos y diversos a mi maltrecho sistema nervioso. Era algo así como una suerte de rezo físico que debía necesariamente tener resultados mentales. Y así ocurrió.

Ante la sorpresa de todos mis familiares y amigos, a las doce horas del ACV o accidente cerebrovascular, comencé a hablar y recuperé gran parte de la funcionalidad de mi lado derecho. A las veinticuatro horas pude caminar con soltura y aunque no estaba al cien por cien, un optimismo abrumador me había inundado y ya no había quien me parara. Cierto es, que mi amigo forzoso, (el ACV), se topó con un entorno muy poco compatible con estar enfermo, y que tal vez, un buen posicionamiento mental y una genética que por suerte me ha ayudado mucho toda mi vida en el ámbito deportivo, hayan influido en esta sorprendente recuperación, pero tal y como dicen los neurólogos tiempo es cerebro (haciendo referencia a la obligatoriedad de acudir a un hospital en caso de Ictus antes de las tres horas siguientes al accidente cerebrovascular) y en mi caso, eso es precisamente lo que hice: utilizar el cerebro desde el primer momento en el que entré en la unidad de neurología del Hospital Clínico de Barcelona.

¿Habría sido lo mismo si hubiera imaginado que corría o hacía bicicleta? Seguramente no: los patrones nerviosos son distintos y la funcionalidad de las neuronas motoras incide en otro tipo de estímulo mucho más rico y depurado.

Los días siguientes han transcurrido entre pruebas -unas más invasivas que otras-, sustos, alegrías, conversaciones con cardiólogos, neurólogos etc. que a grandes rasgos y con los avances científicos disponibles en estos casos (que no son concluyentes) han acabado por desembocar en un nexo común: un nivel de estrés excesivo como único factor de riesgo.

Yo, que me paso la vida explicando que hay que aprender a manejar el estrés, que hay que relajarse, que hay que hacer deporte, comer bien, sortear las enfermedades siempre que sea posible y aprender a quererse, me veo atacado por el enemigo público número uno. Debo reconocer, que mi sentido común, se perdió en alguno de los dieciséis aviones que puedo coger cada mes…

La cuestión, y de ahí el título de este artículo, es que mi planteamiento de vida ha cambiado. Había escuchado muchas veces que tras un accidente o un evento extraordinario en la vida, el ser humano cambia y se traslada a un nivel diferente. Unos, aprenden a mantenerse en ese nivel poco a poco, como si la vida les instruyera de forma progresiva en lo que de verdad importa. Otros, como yo, permanecemos más tiempo divagando entre lo que es urgente y lo que es importante, sin conocer y ni siquiera atisbar la verdadera diferencia y la magnitud de ambas palabras. Recordad esto: A veces las cosas urgentes no son importantes y las importantes a veces se olvidan…

Hoy, me reconozco un absoluto ignorante sobre estos temas. Pero de alguna forma, la suerte, Dios, la genética o la ciencia, me han dado una segunda oportunidad, la oportunidad de ser un aprendiz, y lo hago experimentando sensaciones que antes pasaba por alto. Posiblemente algunos pensaréis que es un poco romántico y sensiblero este planteamiento, pero días atrás, ya recuperado, mientras corría por la Carretera de las Aguas en Barcelona, tal y como vengo haciendo casi cada día desde los últimos diez años, iba corriendo junto a los mismos árboles que tres semanas atrás me veían hacer series, correr a cuatro minutos por kilómetro y pasar rápido, sano, capaz y con cara de comerme el mundo, y me he dado cuenta de que los almendros habían florecido. Me he parado a caminar, y he visto a unas oruguitas procesionarias que caminaban en fila cruzando el camino. Al dejar de escuchar el jadeo de mi propia respiración y el infame sonido de mi pulsómetro, he podido también escuchar a unos pájaros que me anunciaban que la primavera ya está aquí… y es que a veces, estamos ciegos ante cosas que pasan delante mismo de nuestras narices, ciegos de éxito, ciegos de orgullo, ciegos de apariencia o ciegos de obligaciones, olvidando que la vida es para vivirla, no para acabarla…

Las pequeñas cosas

Fue una sensación conocida, pero que había olvidado entre reuniones, conferencias, obligaciones y otras estupideces que realmente deciden sobre mi presente inmediato arruinando mi futuro, es decir: haciéndome ciego y sordo a las cosas verdaderamente importantes, a las pequeñas cosas. Esta sensación, me recordaba a los paseos por las tardes que hacía cuando era un crío por el barrio de Gracia de Barcelona y me paraba en el colmado de la esquina a comprar un Dan-Up antes de la clase con Carlos Fernández en el antiguo Set i Mig, o a cuando tras la clase nos juntábamos varios compañeros en el Can Manel, a tomar una cañita… No sé si la pregunta es, en qué momento de la vida dejamos de hacer lo que de verdad nos gusta para volvernos adultos, o en qué momento dejamos de valorar la verdadera esencia de lo que es ser feliz…

Durante estos días, he dejado gran parte de mi trabajo, he vuelto a llegar a casa a las seis de la tarde, algo que hacía años que no ocurría antes de las diez u once de la noche, he ido a trabajar, he paseado, he tomado un aperitivo con un amigo en una terraza aprovechando una maravillosa tarde de Sol y he salido a cenar con mi mujer a la hora de la gente normal, (apagando mi Blackberry, uno de los grandes errores de mi vida) y me he dedicado en cuerpo y alma simplemente a vivir y a disfrutar de cada segundo.

Pero la verdadera dimensión de este punto y aparte ha sido ponerme el karategui. El círculo comenzó a cerrarse cuando volví a abrazar a mi mujer Rosa, continuó el primer día en que mi cuerpo se reconcilió conmigo y me permitió volver subir a la Carretera de las Aguas a correr. Correr ha sido para mí una especie de religión, una doctrina que durante años me ha hecho crear unos lazos con esa zona difíciles de explicar. No hay árbol, piedra o curva que no haya sido testigo de mi vida en los últimos años, y de ahí que la sensación, como podréis comprender, fuera absolutamente emotiva e indescriptible. Hablar con Carlos Fernández por teléfono lo cerró un poco más. Pero el círculo no se cerró hasta que no me puse el karategui. Hacer Mokuso, sudar, sentir de nuevo a las sensaciones que solo karate puede transmitirte, es como mirar hacia dentro de uno mismo y recobrar parte del espíritu interior que olvidamos en despachos, discusiones, proyectos y grandes cosas que hacen pequeño nuestro corazón.

Hoy me doy cuenta -y espero que dure esta percepción- que las pequeñas cosas son importantes. Son en realidad lo único importante. Las que te hacen reír, las que te hacen emocionar, las que te hacen aprender y sentirte bien… y la mayoría están ahí aunque nos las veamos, en una mañana de Sol, en una tarde corriendo, en una cena con tu pareja o en una clase de karate. Tal y como dice Serrat:

Son aquellas pequeñas cosas que el viento arrastra allá o aquí,
que te sonríen tristes y nos hacen que lloremos cuando nadie nos ve.
Puede que sean pequeñas, pero si te hacen llorar cuando nadie te ve,
si te hacen sentir… entonces es que son importantes.
No dejemos de tenerlas en cuenta.