La iluminación espiritual

Desiertos de esperanza

POR: AKASHICOS

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EL ESTUDIO DE LA NATURALEZA

El ser humano duerme, si despertara, cambiaría el mundo.

Pico del Águila, 1.774 m de altitud. Algún lugar del sur de Europa.

- Algo de deforestación- cavilaba -lógico, con esta prolongada sequía...- continuó diciéndose mientras ascendía por la última rampa que llevaba a la cima de la montaña a la que tantas veces subiera, hacía ya otros tantos años. -Este invierno no ha caído ni una gota… ¡seguro! Ni el pasado, ni el otro…ni…- Jesús, ese era su nombre, se había dedicado toda su vida al estudio de la naturaleza, hasta tal punto, que cualquier tiempo de ocio fuera de su trabajo, también era dedicado al mismo fin, es decir: ¡el estudio de la naturaleza! Comenzó su aprendizaje, en su propio barrio, a las afueras de aquella gran ciudad en la que se había convertido la capital de su estado. Sus recuerdos de la infancia se parecían a las imágenes de los pueblos de España de finales de los años sesenta, rústicos y naturales. Disfrutando, a la fuerza unas veces y sufriendo, aunque sin quejas otras, la realidad de la vida en el campo. …Unos veinte metros le separaban de su primera parada, tras patear quince kilómetros de veredas. Iba recordando cada tramo del paisaje, un poco antes de llegar a verlo, visualizando como una suerte de diapositivas que se interponían entre lo que en realidad veía y sus recuerdos. Mientras llegaba al pico, las imágenes eran de un color verde mucho más agradable, que el áspero tono marrón claro de la tierra seca que pisaba en ese momento.

Mirando hacia el valle en dirección suroeste, vería los últimos rayos de sol acariciando el bosque de pinos, algunos castaños centenarios salpicarían su tono más suave sobre el verde fuerte y oscuro de la gran masa de coníferas. En las partes más bajas del valle seguro se divisarían el verde vivo, mezclado con el blanco del envés de las hojas de los álamos, limitando el curso de riachuelo. Por el contrario, en la zona más elevada, se podría observar el verde ceniciento de algunos dispersos robles y encinas, más arriba solitarios abetos y pinsapos, mientras que por encima de estos, el monte comenzaba a dejarse ver prácticamente desnudo. Su pensamiento se dirigió atrás en el tiempo, sin darse cuenta, hacia las primeras veces que hizo el ahora tan familiar recorrido, aunque durante tanto tiempo olvidado, lo conocía como la palma de su mano. Pensó en las personas con las que había compartido aquellos inolvidables momentos, en las aventuras que habían pasado, lo que se habían divertido y aprendido en aquellas semanas, tan apartados de la civilización.

Siguió ascendiendo ahora en dirección oeste. No miraba el camino, aunque tampoco necesitaba verlo, comenzó a intentar contabilizar cuantas veces había pasado por allí, -imposible contabilizar- concluyó tras unos minutos en los que perdió varias veces la cuenta. Cuanto más ascendía, más ensimismado estaba.

Pensaba en los días de lluvia refugiados en casetas hechas de ramas, casetas abandonadas, fabricadas por cuerpos especiales del ejército, que anduvieron por allí de maniobras en otros tiempos. -Tres días seguidos lloviendo, y allí dentro caía más agua que si hubiéramos estado a la intemperie. Se le escapó alguna sonrisa a escasos metros de la cumbre, acordándose de como pasaron noches enteras al sereno, con temperaturas bajo cero y solo con unas mantas y una pequeña hoguera de troncos medio mojados, los cuales producían más humo que fuego... Iba casi riendo a carcajadas. -Estábamos completamente... ¡...!- Pasaron mas de cinco minutos hasta que pudo reaccionar, se diría que no había ni respirado en ese tiempo, parpadeó varias veces, se frotó los ojos, bebió agua, le faltó encender un cigarro y no lo hizo, no porque nunca lo hubiese hecho, sino porque no llevaba.

Pensó que soñaba, que tenía una pesadilla, o más bien, quería creer que lo era. No. Lo era. Jamás se lo hubiera imaginado, para él, semejante visón era peor que una pesadilla. Se dejó caer y quedó sentado medio recostado, por la inclinación del terreno, sobre su mochila.

Con los ojos cerrados siguió mirando hacia abajo, hacia el fondo del valle, recorriendo el cauce del río Zarzal. Recordaba que nacía en unas rocas justo en mitad del Collado de Enmedio, sabia su longitud, su caudal máximo y mínimo aproximado, se podría decir que lo conocía palmo por palmo, y no seria una exageración, lo había recorrido cientos de veces de arriba abajo. No quería abrir los ojos. Se esforzó en verlo tal como lo recordaba, saltarín, vivaz y juguetón, a veces, mientras danzaba y saltaba entre las peñas, sereno y parsimonioso, otras, cuando alcanzaba las zonas mas planas y despejadas. Le tenia un especial aprecio a aquel pequeño río. Había bebido su agua, la había usado para cocinar, se habia bañado en el, y le daba la impresión de que era la mágica fuente de la vida de aquel lugar; por algo presidía toda aquella belleza desde el centro del valle, pensó. Intentaba recordar también, todas las especies de árboles, centenarios muchos, otros milenarios, como algunos viejos castaños, coníferas, frutales silvestres, varios de la familia quercus, betulas, etc. mas de 20 de arbustos; mas de 30 de plantas anuales; aromáticas, mas de...setas, hongos, peces, pequeños mamíferos, como las simpáticas ardillas, o mustélidos como el hurón…cabras, ciervos, aves...

Lentamente se puso en pié, tomó otro trago de agua y anduvo unos treinta metros hacia el Este, hasta una conocido saliente, el cual era un excelente mirador natural, desde el que se podía divisar el paisaje lunar en que se había convertido aquel precioso valle. Allí sacó sus prismáticos y miró a través de ellos en dirección Oeste, hacia donde el valle desaparecía al girar hacia el Sur, antes de fundirse con la cuerda de la sierra, a una altura próxima a los 2.000 metros sobre el nivel del mar. - Algo de vida quedó allí arriba- pensó resignado.

Podía ver claramente las copas de algunos álamos al fondo, junto al cauce. Volvió, mirando a través de los prismáticos, hacia la parte mas cercana debajo justo de dónde el se encontraba, observando con detenimiento el tortuoso camino de piedras en que se había transformado aquel, en otros tiempos vigoroso arroyo. Desde el cauce fue subiendo con la vista por la ladera de enfrente, observando los cuerpos retorcidos, desprovistos de hojas, de algunos viejos árboles. Apartó los binoculares y con la vista hizo una pasada por lo que sería el camino que le llevaría abajo, hasta el antiguo lecho del río.

Se aseguró la mochila y bajó casi corriendo, resbalando a cada momento y levantando una gran polvareda tras de sí; corría por dos razones, la primera porque sentía la necesidad de llegar a la parte cercana al final del valle, por ver lo que allí le esperaba, pero también corría porque no tardaría en oscurecer, ya sabia donde iba a pasar la noche, pero necesitaría algo de tiempo para recoger algunos maderos para quemar, sabía que la noche sería fría.

Había una explanada junto al río, con una antigua casa en ruinas, antes cubierta por nogales, castaños y encinas, junto con algún frutal abandonado, y todo rodeado de zarzas, allí solo quedaban algunos troncos retorcidos y una fantasmal y típica ruina de cortijo mediterráneo abandonado.

Dejó la mochila junto a un tronco tirado en el suelo y recogió algunas ramitas, tan secas, que se rompían con mirarlas. Sacó la tienda de campaña, un iglú de dos plazas, la montó en un par de minutos, la aseguró clavando varias piquetas; encendió el fuego y se dispuso a calentar un sobre de sopa rápida, y abrió una bolsa de frutos secos de varias clases, que fue degustando tranquilamente. Así, se dispuso a pasar la noche.

Se despertó justo al amanecer, hacía frío, removió las ascuas que quedaban y se acercó para calentarse un poco, mientras comía unos puñados de muesli. Recogió todo en pocos minutos, la curiosidad por ver lo que había cauce arriba le tenía atrapado. Bajó de la explanada al lecho del río y comenzó a remontarlo a toda velocidad, pero sin correr. Antes de llegar a la curva que hacía el valle hacia la izquierda, en dirección sur, ya había dejado de mirar adelante, para mirar solo al suelo.

Tan fijamente miraba, que ni siquiera se dio cuenta que ya llevaba un rato andando sobre barro, de pronto oyó un ruido y dio un repullo, entonces fue como si hubiera abierto los ojos, al ver el barro, esta vez si, salió corriendo, a unos trescientos metros ya no podía más, casi se paró y fue observando las márgenes. Podía ver algún tomillo, le parecía imposible después de lo que había visto, pero podía observar sus rosáceo-moradas florecillas. Entonces, su vista, se volvió a fijar en la lejanía del fondo del valle y en los colores verdosos que ya ribeteaban ambos lados del cauce.

Eran cerca de las 10:00 a.m. así que había andado unas 2 horas, ahora al empezar a tomar la última curva, esta vez a la izquierda, pudo divisar las amarillentas copas de algunos álamos. -Vaya, parece que quedó alguien ¡vivo!- pensó, y se sonrió. Unos trescientos metros más adelante, podía ver la parte más alejada de la gran explanada, casi rodeada por el arroyo, que a partir de ahí, ascendía vertiginosamente hasta perderse fundiéndose con la cima de la montaña, en no más de un par de kilómetros, y unos casi 500 metros de desnivel. La humedad del suelo, se fue convirtiendo en pequeños charquitos.

Sorprendido, casi gritó -¡Agua! ¡Es agua!- Se le antojaban pequeñas ventanas por donde uno podía asomarse y ver el cielo. Se olvidó del desierto que acababa de dejar atrás y comenzó a recordar de nuevo otros tiempos, tiempos ahora muy lejanos…

Empezó a subir la pequeña rampa que separaba el cauce de la conocida explanada, absorto nuevamente en sus recuerdos. Justo al llegar arriba se sentó junto a un tronco reseco y dejó vagar su imaginación…pero algo le hizo salir de su mundo paralelo, no fue un ruido, sino todo lo contrario, la total ausencia de sonido fue lo que esta vez le sobresaltó.

Al fijarse mejor, observó otra cosa que hace unos años no se le hubiera escapado tanto tiempo. Estábamos en mayo 25, recordó. Y todos aquellos árboles, estaban amarillentos, cómo esperando la llegada del invierno, cuando deberían haber estado en todo su esplendor.

Se adentró más en la pequeña meseta, y se sentó de nuevo, pero esta vez expectante, casi le infundía temor el ambiente, la falta de sonido; no era miedo lo que sentía, pero si una mezcla de temor y lástima, algo impalpable, pero que, sutilmente, se introducía por los poros de la piel, como una pegajosa e invisible neblina…

Cerró los ojos y concentrándose un poco más, notó que si se escuchaba algo… sintió que podía escuchar… ¿Voces? , Si, eran las voces de aquellos árboles, susurros, leves quejidos, ahogados suspiros… ¿gritos?

Se levantó de un salto, sacudió la cabeza, se frotó los ojos, y se agachó a coger la cantimplora rápidamente, se echó un poco de agua por encima, y le dio un buen trago, el último que quedaba, salió en dirección al cauce, hacia su parte más alejada, donde debería brotar algo de agua, necesitaba agua.

Recordaba aquel sitio perfectamente, y prácticamente no había cambiado nada, las viejas zarzas permanecían en su sitio, flanqueando el acceso al pobre chorrito de agua que por aquel exhausto afloramiento manaba. Todo esto desaparecerá en un par de años más- pensó. Y sintió el deseo, la necesidad de hacer algo por aquellos árboles dadores de vida, y por aquel valle agonizante, el cuál le recordaba a un pobre anciano decrépito y desvalido, pero, - ¿el qué?- Que podría hacer- suspiró. -¡Que estupidez!- se dijo en voz alta.

Pasó casi todo el resto del día andando de un lado para otro, como intentando asegurarse de que todo continuaba en su lugar, nada más lejos de la realidad. Al atardecer, volvió algo deprimido junto al gran castaño, o lo que quedaba de él, que aún presidía aquella especie de llanura y allí se quedó hasta que se hizo de noche, sin apenas moverse, sin apenas pensar, tan solo escuchando el triste canto del bosque y los suaves crujidos producidos por la agonía de este…


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