El pordiosero superior
Cuento zen con moraleja
La superioridad supone la ausencia de inferioridad, no es su opuesto. Simplemente no comparas. Cuando no comparas, ¿cómo puedes ser superior o inferior?
Cuento zen sobre la superioridad
En la corte real tuvo lugar un fastuoso banquete. Todo se había dispuesto de tal manera que cada persona se sentaba a la mesa de acuerdo con su rango. Todavía no había llegado el monarca al banquete, cuando un pordiosero muy pobremente vestido y al que todos tomaron por un pordiosero.
Sin vacilar un instante, el pordiosero se sentó en el lugar de mayor importancia. Este insólito comportamiento indignó al primer ministro, quien, ásperamente, le preguntó:
– ¿Acaso eres un soberano?
– Mi rango es superior al de soberano – repuso el pordiosero.
– ¿Acaso eres un primer ministro?
– Mi rango es superior al de primer ministro.
Enfurecido, el primer ministro inquirió:
– ¿Acaso eres el mismo rey?
– Mi rango es superior al del rey.
– ¿Acaso eres Dios? -preguntó mordazmente el primer ministro.
– Mi rango es superior al de Dios.
Fuera de sí, el primer ministro vociferó:
– ¡Nada es superior a Dios!
Y el pordiosero dijo con mucha calma:
– Ahora sabes mi identidad. Esa nada soy yo.
MORALEJA
La superioridad supone la ausencia de inferioridad, no es su opuesto. Simplemente no comparas. Cuando no comparas, ¿cómo puedes ser superior o inferior? Mira, si fueses el único ser sobre la Tierra y no existiera nadie más, ¿serías inferior? ¿Con quién te compararías? ¿En relación a qué? Si estás solo, ¿qué serás, inferior o superior? No eres ninguna de las dos cosas. No puedes ser inferior porque no hay nadie por encima de ti; no puedes declararte superior porque no hay nadie por debajo de ti. No serás ni superior ni inferior, y yo te digo que esa es la superioridad del alma. Nunca compares. Compara y surgirá la inferioridad. No compares, porque simplemente eres único.
Por esto mismo, Jesús fue crucificado. Él decía, «Soy un Rey». Fue malinterpretado. El hombre que era el rey, Herodes, se puso en guardia. El virrey, Poncio Pilatos, creyó que Jesús era peligroso, porque hablaba del reino y del rey, y había declarado, «Yo soy el rey de los Judíos». Fue malinterpretado. Hablaba de un tipo de reino diferente, un reino que no es de este mundo.
Cuando era crucificado los soldados se mofaban de él arrojándole piedras y zapatos y a modo de escarnio le colocaron una corona de espinas en su cabeza con la inscripción: Rey de los Judíos. Y mientras le arrojaban piedras y sandalias le decían, «Cuéntanos ahora algo sobre el reino, di algo Rey de los Judíos».
Él les hablaba de otro reino, no de este mundo; ese reino no está afuera, ese reino está dentro. Más cuando un hombre como Jesús camina, él es el emperador. No puede remediarlo. No es que compita con nadie, no suspira por ninguna corona de este mundo, pero dondequiera que va la gente ambiciosa se asusta. Este hombre es peligroso porque su misma cara, sus ojos, la forma en que camina, muestran que es un emperador. No necesita demostrarlo, él es la evidencia. No necesita mencionarlo, no necesita decirlo.