La iluminación espiritual

El sapo

Cuento Zen (108)

Un hombre le ofreció a su hija de doce años una propina si cortaba el césped del jardín. La muchacha puso manos a la obra con todo entusiasmo, y al anochecer había quedado perfectamente cortado todo el césped... a excepción de una de las esquinas del mismo.

Cuando el padre le dijo que no podía darle la propina convenida, porque no había cortado todo el césped, ella le replicó que no le importaba, pero que no cortaría aquel trozo de césped.

Intrigado por conocer el motivo, el padre se acercó a examinar el lugar en cuestión y vio que, justamente en el centro de la zona que había quedado sin cortar, había un enorme sapo. La muchacha había sentido demasiada compasión como para atropellarlo con el cortacésped.

MORALEJA

Donde hay amor hay desorden. El orden perfecto haría del mundo un cementerio.

El otro día leí esta declaración: “Perfeccionista es el que recibe un gran dolor y devuelve un dolor aún mayor”.

¡Y el resultado es un mundo desgraciado!

Nuestra educación misma es tan neurótica, tan psicológicamente enferma que destruye toda posibilidad de crecimiento interior. Desde el principio te enseñan a ser perfeccionista y naturalmente le vas aplicando tu perfeccionismo a todo, hasta al amor.

Todo el mundo trata de ser perfecto. Y cuando alguien empieza a tratar de ser perfecto, también empieza a esperar que todos los demás sean perfectos. Se convierte en un censor; empieza a humillar a la gente. Eso es lo que vuestros mal llamados santos han estado haciendo a través de los tiempos. Eso es lo que vuestras religiones os han estado haciendo: envenenando vuestro ser con la idea de la perfección.

Al no poder ser perfecto, empiezas a sentirte culpable, te pierdes el respeto a ti mismo. Y el hombre que se ha perdido el respeto a sí mismo pierde toda dignidad de ser humano. Tu orgullo ha sido aplastado, tu humanidad ha sido destruida por bonitas palabras como perfección.

El hombre no puede ser perfecto.

Sí, hay algo que el hombre puede experimentar, pero está más allá de la concepción del hombre corriente. Hasta que el hombre corriente no experimente también algo de lo divino, no podrá conocer la perfección.