La iluminación espiritual

Revoluciones contra revoluciones fratricidios

Orden dominante

Las revoluciones, revueltas violentas y contrarrevoluciones, primero producen muertos y destrucción y luego una tremenda sensación de dolor mezclada con odios recién estrenados que se unen a otros más arraigados, pero no puede decirse que la paz sea la consecuencia de ninguno de esos convulsos movimientos de masas, a no ser que entendamos la paz como la aceptación general y monocorde del nuevo orden dominante. Pero esto no sucede así, porque mientras unos la imponen, otros, los vencidos, sufren ahora bajo el dominio de los nuevos dominadores esperando su turno para vengarse. Por eso las guerras no acaban nunca. Decía Gandhi, y la historia cotidiana lo confirma, que el ojo por ojo terminará por dejar ciegos a quienes lo practican.

Recuerden cualquier revolución o contrarrevolución histórica y vean cómo viven ahora sus descendientes, desde Rusia a China, o desde Francia a España, por citar países que hicieron sus intentos de revolución y tuvieron su contrarrevolución en la que acabaron por instalarse los defensores de las peores opciones tras sus correspondientes guerras civiles y genocidios. ¿Qué queda en estos, al igual que en otros países que pasaron por lo mismo, de aquellos impulsos de cambio renovador? Se quedaron empantanados históricamente bajo los nuevos amos del dinero, de las industrias y de las diversas mafias y sotanas. Ni una sola de las ideas revolucionarias – y con mayor razón en sus contrarias- en donde anide o se promocione la violencia, la manipulación mental o de la conciencia, o el imponer y deponer por la fuerza, tienen legitimidad alguna, lo cual no impide que quienes las defienden las conviertan en legales cuando llegan al poder, por muy ilegítimas que sigan siendo aunque duren milenios. Y tanto las revoluciones como las contrarrevoluciones han actuado de ese modo y aplastado a sus oponentes con los mismos métodos y parecidos argumentos con que justificaban su oposición al contrario; toda esa retahíla de mentiras en las que se proclaman defensores de valores tenidos como sagrados: la patria, la clase social, la democracia, la religión, las libertades…

En las guerras que se suceden y vemos a diario aquí y allá salpicando al mundo de sangre y dolor, todo vale y no hay principios espirituales que las justifiquen, ni por tanto, guerras justas, sino enfrentamientos entre fanáticos de las ideas, del dinero, del poder que siempre hacen morder el polvo a sus enemigos que enseguida comienzan a pensar en cómo vengarse. Toda guerra es un fratricidio a gran escala. Y no entramos en distinguir entre matar y asesinar, porque a los muertos eso les da lo mismo, y al alma del autor de su muerte, también, ya que contrae una deuda con la vida, pues crea una causa que ha de tener un efecto sobre él; que toda siembra tiene la cosecha que le corresponde, y esa es una ley universal inflexible. El quinto Mandamiento dice No matarás, y no tiene letra pequeña ni distingos. No es una orden, sino una advertencia, porque el que siembra muerte, ¿qué espera cosechar?

Cada revolución, como cada contrarrevolución, comenzó con una orgía de sangre hasta caer con el tiempo en un estado de decrepitud y enquistamiento colectivo una y otra vez, lo cual muestra la inutilidad de la violencia y la necesidad de un cambio profundo en la conciencia de la humanidad para alcanzar un nivel de vibración lo suficientemente alto como para que rechace toda agresión, no solo hacia las personas, sino hacia la naturaleza y los animales, simplemente por amor y respeto a la vida. Y si es creyente, por respeto a Dios, el Creador de la vida propia y ajena.

En este momento de nuestra historia colectiva, parece sencillo concluir que mientras no hagamos cada uno de nosotros esa revolución personal contra nuestros enemigos internos: codicia, deseos de poder, envidia, odio, auto importancia o deseos de reconocimiento que son los verdaderos quintacolumnistas de nuestra existencia, seremos egocéntricos en una u otra medida y en consecuencia, Aptos para la guerra, pues al fin y al cabo los Quintacolumnistas nos quitan la paz y nos mantienen en guerra permanente con nuestros semejantes. Y cuando tocan a rebato las campanas de la guerra, se llame como se llame, serán dirigidas por tipos ambiciosos, envidiosos, y tan egocéntricos como cualquiera, pero con más poder o habilidad para conducir a ciegos como ellos.

Puede decirse, por tanto, que los diversos movimientos históricos no han conseguido conducirnos a una humanidad fraternal, pacífica, justa, libre y unida, porque no hemos conseguido reunir un número suficiente de gentes dispuestas a erradicar de su conciencia a sus propios enemigos, que son no solo los enemigos de su evolución, sino finalmente de la humanidad toda. Este es un fracaso que nos debería llevar a una seria reflexión sobre nuestra propia forma de pensar, sentir y actuar y comprender, una vez más hasta qué punto somos parte del problema o somos ya parte de la solución.