La iluminación espiritual

El Maestro y el alacrán

El Maestro terco

Un maestro oriental que vio cómo un alacrán se estaba ahogando, decidió sacarlo del agua, pero cuando lo hizo, el alacrán lo picó. Por la reacción al dolor, el maestro lo soltó, y el animal cayó al agua y de nuevo estaba ahogándose. El maestro intentó sacarlo otra vez, y otra vez el alacrán lo picó.

Alguien que había observado todo, se acercó al maestro y le dijo:

  • Perdone, ¡ pero usted es terco !
  • ¿No entiende que cada vez que intente sacarlo del agua lo picará?.

El maestro respondió:

  • La naturaleza del alacrán es picar, y eso no va a cambiar la mía, que es ayudar. Y entonces, ayudándose de una hoja, el maestro sacó al animalito del agua y le salvó la vida. No cambies tu naturaleza si alguien te hace daño; solo toma precauciones. Algunos persiguen la felicidad; otros la crean. Tenlo presente siempre. Sencillo, ¿no crees?

Cuando la vida te presente mil razones para llorar.
Demuéstrale que tienes mil y un razones por las cuales sonreír.

El oro del avaro

Un avaro vendió todo lo que tenía de más y compró unas piezas de oro. Tras admirarlas hasta el aburrimiento las enterró en la tierra, a orillas de una vieja pared.

Todos los días iba a mirar el sitio donde había enterrado sus monedas. Uno de sus vecinos observó sus frecuentes visitas al lugar y decidió averiguar qué pasaba. Pronto descubrió el tesoro que estaba ahí escondido. Cavó y tomó las piezas de oro, robándoselas al avaro.

En su siguiente visita, el avaro encontró el hueco vacio y se lamentó amargamente. Entonces otro vecino, al enterarse del motivo de su queja, lo consoló diciéndole:

  • Amigo, da gracias de que el asunto no es tan grave. Ve, lleva una piedra y colócala en el hueco. Imagínate que el oro aún está allí. Para ti será lo mismo que sea o no sea el oro, ya que de por sí nunca hubieras hecho ningún uso de él.

Valoremos las cosas por lo que sirven, no por lo que aparentan.

Estar en el presente

Una bella historia cuenta que el sabio Confucio invitó a uno de sus discípulos a caminar por el bosque. Mientras el maestro paseaba grata y distraídamente, observando árboles, plantas y animales, su joven discípulo se mostraba inquieto, pues no tenía ni idea de adónde se dirigían. Nervioso, rompió su silencio y le preguntó: Pero ¿adónde vamos? Confucio, con una sonrisa y con amabilidad, le contestó: Ya estamos.

Continuaron paseando. Mientras el maestro cogía moras silvestres y las degustaba en silencio, el discípulo le preguntó si había espíritu o no y si cuando alguien muere sigue existiendo en alguna parte. El maestro le dirigió una severa mirada y dijo: Yo estoy en el presente comiendo estas jugosas moras y tú, cual estúpido, más allá de la muerte.

Avanzaron y el discípulo volvió a preguntar: ¿Maestro ¿hay un ser supremo que creó el mundo o todo es producto de la casualidad? El maestro contestó: ¿Estás escuchando el rumor del arroyo? El discípulo reconoció que no lo estaba haciendo. Entonces Confucio le indicó que se dirigiera a alguien que le llenara de ideas la cabeza y le permitiera a él seguir escuchando el rumor del arroyo.

La camisa del hombre feliz

Un zar que estaba siempre sumido en la tristeza dijo:

  • ¡Daré la mitad de mi reino a quien me cure!

EEntonces todos los sabios se reunieron y celebraron una junta para sanar al zar, pero no encontraron ningún remedio. Uno de ellos, sin embargo, declaró que sí era posible curar al zar.

  • Si sobre la tierra se encuentra un hombre feliz -dijo-, quitadle la camisa y que se la ponga el zar. Con esto estará curado.

El zar hizo buscar en su reino un hombre feliz. Los enviados del soberano exploraron todo el país, pero no pudieron descubrir a un hombre feliz. No encontraron a nadie contento con su suerte. Uno era rico, pero estaba enfermo; otro gozaba de salud, pero era pobre; el que era rico y sano se quejaba de su mujer; otro de sus hijos. Todos deseaban algo.

Una noche, el hijo del zar, al pasar por una pobre choza, oyó que alguien exclamaba:

  • ¡Gracias a Dios he trabajado y he comido bien! ¿Qué me falta? /li>

EEl hijo del zar se sintió lleno de alegría. Inmediatamente mandó que le llevaran la camisa de aquel hombre, a quien a cambio se le entregaría cuanto dinero exigiera.

Los enviados se presentaron a toda prisa en la casa de aquel hombre para quitarle la camisa. Pero el hombre feliz era tan pobre que no tenía camisa.