La iluminación espiritual

Libertad de pensar y decir lo que se piensa

POR: BARUCH SPINOZA

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EL PENSADOR LIBRE

Spinoza es un libre pensador nato

Gracias a su pensamiento libre Spinoza establece una serie de proposiciones que conducen a la conclusión de que Dios es la única sustancia. El argumento se basa en gran medida en la caracterización de sustancia y de Dios.

Una sustancia se define como aquello que tiene sus propias características, que definen justo lo que es.

Una sustancia puede tener afectos, que son características no esenciales. Dios se define como la sustancia que tiene características infinitas, una de las cuales es la existencia.

Las proposiciones relevantes al monismo se pueden resumir en el siguiente argumento filosófico. Y para los lectores modernos, la noción de conciencia o universo puede ser sustituida por el Dios de Spinoza.

Por otros libre pensadores se han realizado argumentos similares en las enseñanzas orientales que dicen que dos sustancias no pueden compartir ninguna característica y que Dios es una sustancia con características infinitas y que todas expresan la esencia eterna e infinita. Con tales características, Dios existe, y no puede no existir. Por lo tanto, Dios es la única sustancia.

Veamos como Baruch Spinoza defendía al libre pensador...

LIBRE DE PENSAR Y DE DECIR

Cada cual es el garante de su libertad

Si fuese igualmente fácil mandar a los espíritus que a las lenguas, cada poder reinaría en absoluto y ningún imperio llegaría a ser violento. En efecto, cada uno viviría según el carácter de sus soberanos, y juzgaría por la sola voluntad de éstos lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto.

Cada uno, pues, cede su derecho de obrar con arreglo a la voluntad propia, pero no el de juzgar y razonar; por esto ninguno, salvo el derecho de los poderes soberanos, puede obrar contra sus decretos, pero cada uno puede sentir y pensar, y por consiguiente también decir sencillamente lo que diga o lo que enseñe por la sola razón y no por el engaño, la cólera o el odio, prohibiéndosele introducir, por autoridad suya, modificación alguna en el estado.

Por ejemplo, si algún libre pensador demuestra que cierta ley repugna a la sana razón, y piensa que debe ser por esta causa derogada, si somete esta su sentencia al juicio del soberano (en quien reside la potestad de establecer y derogar las leyes) y nada trabaja durante este tiempo contra lo prescrito en las leyes, merece bien de la república y es un excelente ciudadano. Pero si al contrario, hace acusar al magistrado de iniquidad y atrae contra él los odios del vulgo o intenta sediciosamente derogar él mismo aquella ley, en vez del magistrado, es seguramente un perturbador y un rebelde.

Vemos, pues, por qué razón cada uno, sin herir el poder y la autoridad de los poderes supremos, esto es, dejando a salvo la paz del estado, puede decir y enseñar aquello que piense; es decir, dejando a los soberanos el derecho de arreglar por decreto todas las cosas que deben ser ejecutadas y no haciendo nada contra sus disposiciones, aunque se encuentre más de una vez obligado a obrar contra su conciencia, cosa que puede hacerse sin ultrajar la piedad, ni la justicia y aun debe hacerse si se quiere aparecer como ciudadano justo y piadoso.

En el gobierno democrático (que se aproxima más al estado natural) hemos visto que todos se obligan con su pacto a obrar según la voluntad común, pero no a juzgar y a pensar de ese modo; esto es, porque los hombres no pueden todos pensar del mismo modo, y pactan que tenga fuerza de ley aquella que reúna más sufragios, conservando, sin embargo, autoridad bastante para derogarlas si encontrasen otras disposiciones mejores. Por lo tanto, cuanto menos se concede a los hombres la libertad de pensar, más se les aparta de su natural estado, y por consecuencia, más violentamente se reina.

Además quiero que conste que de esta libertad no se origina inconveniente alguno que no pueda ser evitado por la autoridad del soberano, y que solo con ella se contiene fácilmente a los hombres divididos por sus opiniones para que no se perjudiquen mutuamente; los ejemplos abundan y no necesito buscarlos muy lejos.

Sirva de ejemplo la ciudad de Ámsterdam, en que se observa un crecimiento, admiración de todas las naciones y fruto únicamente de esta libertad.

En esta tan floreciente república y ciudad eminente viven en la mayor concordia todos los libre pensadores de cualquier secta y de cualquier opinión que sean, y para confiar a alguno sus bienes cuidan únicamente de saber si es pobre o rico, si está acostumbrado a vivir de buena o de mala fe. Por lo demás, nada les importa la religión o la secta, porque tampoco significa nada delante del juez para favorecer o perjudicar al acusado; y no hay secta alguna tan odiosa cuyos adeptos (mientras vivan honradamente sin hacer daño a nadie y dando a cada uno su derecho) no se encuentren protegidos por la vigilancia y la autoridad pública de los magistrados.

Al contrario, cuando comenzó la controversia de los representantes y de los contra representantes a penetrar la religión en la política y a agitar los estados, se vio la religión destrozada por los cismas y se dieron muchos ejemplos de que las leyes que intentan dirimir contiendas religiosas más bien irritan a los hombres que los corrigen; que a muchos sirven para un desenfreno sin límites, y que además los cismas no nacen de un gran estudio de la verdad (fuente de mansedumbre y de tolerancia) sino de un apetito inmoderado de gobierno.

De todo ello consta más claramente que la luz del mediodía que los verdaderos cismáticos son aquellos que condenan los escritos de los demás e instigan al vulgo presuntuoso contra los escritores; que estos escritores mismos, que las más de las veces solo a los doctos se dirigen y solo a la razón llaman en su auxilio; y por último, que aquellos son realmente perturbadores que en un estado libre pretenden destruir la libertad del pensamiento, que jamás puede ser disminuida.

Hemos demostrado:

  1. Que es imposible arrebatar a los hombres la libertad de decir aquello que piensan.
  2. Que esta libertad puede ser concedida a cada uno dejando a salvo el derecho y la autoridad de los poderes soberanos, y que puede, salvo este mismo derecho, conservarla cada uno si de ella no toma licencia alguna para introducir, como derecho, alguna novedad en la república o para ejecutar algo contra las leyes recibidas.
  3. Que cada uno puede gozar de esta misma libertad sin daño para la paz del estado, y que no nacen de ella inconvenientes, que no puedan ser fácilmente resueltos.
  4. Que puede también disfrutarse sin perjuicio alguno para la piedad.
  5. Que las leyes que se refieren a cosas especulativas son absolutamente inútiles.
  6. Hemos demostrado finalmente que esta libertad puede poseerse, no solo manteniendo la paz del estado, la piedad y el derecho de los sumos poderes, sino que debe mantenerse para conservar estas mismas cosas.

En efecto, allí donde por el contrario se trabaja para arrebatar esta libertad a los hombres, y se llevan a juicio las opiniones de los disidentes, no sus almas, únicas que pueden pecar, allí se dan ejemplos en los hombres honrados, cuyos suplicios los hacen aparecer mártires, con lo cual los demás se irritan, y más que amedrentados se sienten movidos a misericordia y muchas veces a venganza.

Entonces se corrompen la fe y las buenas costumbres, se ensalza a los aduladores y a los pérfidos y triunfan los adversarios, por lo que se dispensa a su cólera, y porque los que poseen el imperio se hacen sectarios de aquellas doctrinas de que ellos se declararon intérpretes; de donde nace que se atrevan a usurpar el derecho y la autoridad de éstos y no enrojezcan, al vanagloriarse, de que ellos son inmediatamente elegidos por Dios y sus divinos decretos, y puramente humanas, al contrario, las potestades soberanas, a quienes, por lo tanto, quieren obligar con los decretos divinos, es decir, con sus decretos: nadie puede ignorar cuánto repugnan todas estas cosas a la felicidad del estado.

Por esto concluyo, como ya lo he afirmado, que nada hay más seguro para el estado que encerrar la religión y la piedad en el solo ejercicio de la caridad y la justicia, y limitar el derecho de los poderes soberanos, tanto en las cosas sagradas como en las profanas, a los actos únicamente; por lo demás concédase a cada uno, no solo libertad de pensar como quiera, sino también de decir cómo piensa.

He concluido lo que me había propuesto desenvolver en este Tratado. Fáltame advertir únicamente que nada hay escrito en él que de buen grado no someta al examen y al juicio de los soberanos de mi patria. Si juzgaran algunas de las cosas que he dicho contrarias a las leyes o al bien de todos, quiero que se dé por no dicha. Sé que soy hombre y que he podido equivocarme; he procurado, sin embargo, cuidadosamente no hacerlo, y sobre todo, que aquello que escribía fuese perfectamente conforme a las leyes de mi patria, a la piedad y a las buenas costumbres.

Cuanto menos se concede a los hombres la libertad de pensar, más se les aparta de su natural estado, y por consecuencia, más violentamente se reina.

Baruch Spinoza


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